Schönberg desde su ahora
Michael Gielen (Dresde, 1927) es uno de esos directores de carrera tranquila, apreciados de verdad por los melómanos más conspicuos. Es, además, uno de los músicos mejor formados, más inteligentes y de mayor cultura del escalafón, y les daría sopas con hondas a más de uno de los que tiene por delante a la hora de hablar de todo esto. Gielen decía ayer en este periódico que Schönberg es bifronte, como Jano, que posee una cara que mira hacia atrás y otra que lo hace hacia delante. Y como los buenos maestros, ha sabido explicarlo perfectamente con hechos. La ocasión se la prestaba el Palau de Valencia con su Proyecto Schönberg que arrancó el martes con el primero de sus conciertos y que seguirá en febrero y abril del año próximo.
Proyecto Schönberg
Tonhalle Orchester Zurich. Yvonne Naef, mezzo. Christian Tetzlaff, violín. Michael Gielen, director. Obras de Wagner, Berg y Schönberg. Palau de la Música. Valencia, 23 de noviembre.
Cada una de las tres sesiones se inicia con un preludio wagneriano, y esta vez fue el de Lohengrin, dicho con una exquisitez que no borraba nunca la realidad del armazón sonoro. Luego vendría la 'Canción de la paloma del bosque' de los Gurrelieder, ya de Schönberg, en su versión para pequeño conjunto, en la que deja que los árboles nos permitan ver, precisamente, ese bosque que en la otra, en la grande, se hace tan frondoso. Fue solista la estupenda Ivonne Naef, una mezzo de gran clase, de hermosa voz, que aún habría de lucir en los Tres fragmentos de 'Wozzeck', de Alban Berg, en los que se unió a un Gielen que recorría tan difícil territorio con una seguridad aplastante. La misma que demostró el violinista Christian Tetztlaf en el Concierto de Schönberg, ése que casi nunca se toca, que anda ahí medio perdido en el catálogo del compositor, mirando otra vez atrás cuando ya estaba casi todo dicho, hijo de los primeros días del exilio americano, cuando había que empezar de nuevo. Tetzlaf es uno de los grandes y, dentro de ellos, quizá el más discreto, el más humilde, el que sirve a la música con una dedicación casi religiosa a través de un sonido pleno, precioso.
Pero, con ser excelente todo lo oído, lo mejor se reservó para el final. Una versión antológica, inolvidable, de La noche transfigurada con las cuerdas de la Tonhalle al rojo vivo y Gielen con esa tranquilidad que le hace ser lo que es: uno de los rarísimos directores que sabe que sólo el oyente puede concluir cualquier versión. No atosiga con un lirismo impuesto, no diseca a pesar de ser un analítico. Sabe darle a la música la distancia justa para que sea, siempre, nuestra contemporánea. Por eso vimos a Schönberg desde su ahora, que es el nuestro.
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