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Ciudadanía mediática

Adela Cortina

La ética de los medios anda en lenguas. El Gobierno anuncia la elaboración de un código de "corregulación", pensado sobre todo para proteger a los niños y para evitar el exceso de la telebasura, algunas cadenas privadas de televisión se proponen llevar a cabo una cierta "autorregulación" con una finalidad similar, y salen otra vez a la luz las discusiones sobre la necesidad de crear comisiones que controlen los contenidos de los programas de televisión y radio y las noticias de la prensa escrita. Medidas legales y deontológicas parecen dirigidas a idéntica meta: proteger a los más vulnerables y a las gentes en general de ver violados sus derechos. "Ley legal" y "autorregulación deontológica" parecen buscar lo mismo por diferentes caminos, y por el momento están confluyendo en esa síntesis de la "corregulación".

Entretanto convendría preguntarse si una revisión de la actividad de los medios no podría tener también otro fin además del de proteger a las gentes, si no podría preocuparse también por potenciarlas. Que sin duda el mandato supremo de la ética moderna es "no dañarás", "no instrumentalizarás a las personas", pero ese mismo mandato tiene otro lado igualmente interesante: "sí las empoderarás", sí harás lo posible para que lleven adelante el tipo de vida que juzguen digno de ser vivido. Y en este sentido positivo una ética de los medios se hace indispensable para que las personas lleguen a ser también ciudadanas, artífices de sus vidas junto a sus conciudadanas. Cosa sin la que no existe una democracia auténtica.

La tarea no es fácil. Para construir una "ciudadanía mediática", es decir, personas que son también protagonistas en ese decisivo ámbito que es el de los medios de comunicación, es necesario cumplir las leyes, pero no basta: que los profesionales y las empresas informativas se forjen un ethos, un carácter del que brotan buenas prácticas, es imprescindible para lograr el éxito; es necesaria una ética de los medios, porque es rentable a medio y largo plazo y, sobre todo, porque pertenece a la entraña de la profesión. ¿En qué consistiría esa ética, empeñada en hacer de las personas "ciudadanas mediáticas"?

Como en cualquier otra actividad profesional, el primer paso es descubrir las metas que le dan sentido, los bienes que proporciona a la sociedad de tal modo que, sin ellos, se perdería algo enormemente valioso. En el caso de los medios, podríamos aventurar una meta, la de generar una opinión pública madura y responsable en esa esfera de la discusión abierta que debería ser la médula de las sociedades pluralistas; una tarea que podría desgranarse en otras cuatro.

Aumentar la libertad de los ciudadanos, al ampliar su información, sería la primera de ellas. Sin información no hay libertad, y los medios pueden dar a conocer lados del mundo que la gente ignora, de modo que pueda realizar elecciones más libres. Para lo cual los medios han de proporcionar informaciones contrastadas, opiniones razonables e interpretaciones plausibles, distinguiendo lo más posible entre información, opinión e interpretación.

Ciertamente, que la independencia de los medios no existe es una obviedad. Como nos contaba en un seminario uno de los directivos de EL PAÍS, se discutió al comienzo en el periódico de qué o quién era independiente, atendiendo a la leyenda del rotativo "Diario independiente", y la respuesta general fue: "independiente de la mañana". No existe la independencia. Desde sus orígenes los periódicos, sobre todo, nacen para defender y reforzar distintas ideologías e intereses. Pero por eso mismo importa que el usuario sepa con qué sesgo va a encontrarse, porque entonces será fiel sólo a "su" medio informativo, o recurrirá a varios, pero con conocimiento de causa, y sabrá interpretar los calificativos que acompañan a las informaciones, el cariz de las fotografías y tantas cosas más. En cualquier caso, no es de recibo mezclar información y opinión, ni, por supuesto, ofrecer informaciones no contrastadas, frente al terrible apotegma "que nunca la verdad estropee un buen titular".

Una segunda meta consistiría en convertirse en plataforma para la libre expresión de las opiniones. Por supuesto, la libre expresión de los profesionales de los medios, como se ha mostrado con creces desde los orígenes de la prensa y de la radio, pero también de los ciudadanos, porque sentirse ciudadano exige, entre otras cosas, saberse reconocido en la propia sociedad, y mal pueden sentirse reconocidos los que jamás tienen la posibilidad de dar a conocer públicamente su juicio razonado ni de expresar qué es lo que en verdad les importa. Participar no es sólo votar, sino "saberse partícipe", saber que el propio juicio también interesa.

Potenciar una "opinión pública razonante" sería la tercera meta, potenciar esa deliberación pública, sin la que no hay democracia posible ni sociedad adulta, sin la que no existe "público", sino "masa" o "multitud".

"Multitud" y "masa" -se dice- son conjuntos de individuos anómicos, con pequeña interacción entre ellos, que no pueden actuar de forma concertada. Cuando se ven unidos sólo por la emoción, entonces se habla de una multitud; cuando les une un foco de interés común, un acontecimiento, se habla de masa. Multitud y masa son presa fácil de la prensa sensacionalista o de cualquier tipo de propaganda emotivista, dispuesta a causar actitudes, más que a colaborar con argumentos en la forja de convicciones.

Manipular emociones y sentimientos para elevar el índice de audiencia o aumentar las ventas es una violación palmaria del principio ético de "no instrumentalización". Por el contrario, empoderar a los afectados es ayudar a que la masa se convierta en "público", en un conjunto de personas, unido por la discrepancia y por el diálogo, que intentan pensar y razonar conjuntamente. Les une el debate público, la apuesta por el intercambio de opiniones, del que esperan obtener enriquecimiento mutuo y también poder forjarse una cierta voluntad común.

Por último, los medios tienen por misión entretener, tarea importante porque el ser humano es homo ludens, y no sólo homo faber y homo sapiens. Y en esta tarea tal vez la televisión ostente la primacía, porque a través de ella todo se convierte en espectáculo. Lo cual es perfectamente legítimo, sólo que se puede entretener con calidad y medir las audiencias con índices, no sólo cuantitativos, sino también cualitativos, porque el profesional "excelente" intenta entretener creando público, y no masa, combinando imaginación creadora y deseo de aumentar la libertad de los ciudadanos.

Con todo, forjar una ciudadanía mediática es bien difícil, entre otras cosas, por dos razones: porque "información es poder" e "información es mercancía".

Información es poder. Los medios crean realidad y conciencia, pueden hacer creer a los ciudadanos que las cosas y las personas son como ellos las muestran, "dan el ser" a unos acontecimientos y personas y se la niegan aotros, porque en una sociedad mediática "ser es aparecer en los medios". Vivimos de una "construcción mediática de la realidad", los ciudadanos saben de su mundo a través de lo que los medios les ofrecen, tanto en el nivel global como en el local. Y, obviamente, la tentación de utilizar tal poder es casi irresistible. Mundo político y empresas informativas entran en contacto, y se producen concentraciones de poder político-financiero, en detrimento de esos ciudadanos de los que se supone que son los protagonistas de la vida pública. El único remedio frente a esta concentración del poder es la poliarquía, multiplicar los centros de poder, evitando las concentraciones monopolísticas, de suerte que los ciudadanos puedan acudir a diversos medios, servirse de una multiplicidad de ellos y elegir, siendo sus propios señores.

Pero, por otra parte, la información es un producto de consumo, que necesita venderse si es que la empresa informativa quiere ser viable, contando con la publicidad y el índice de las audiencias. Con la dificultad añadida de que la información es un producto "espiritual", no tangible, como podrían ser la alimentación, la vivienda o el vestido, y resulta enormemente difícil valorar la calidad de un producto semejante.

¿Qué hacer? Por supuesto, cumplir las leyes, pero igualmente fomentar la poliarquía de centros mediáticos, potenciar la creación de asociaciones de consumidores que expresen su opinión y reivindiquen sus derechos. Y, sobre todo, forjar desde la profesión y las empresas mediáticas ese carácter que les permite alcanzar las metas que les son propias y, en lo que hace a los "consumidores", ir construyendo desde la escuela y la familia la capacidad de ejercer una ciudadanía activa también en el mundo de los medios de comunicación.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ÉTNOR.

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