En cada uno de nosotros hay algo de Arafat
Yasir Arafat nos ha sorprendido no sorprendiéndonos. Como si la congruencia entre el hombre enfermo y el discurso enfermo determinara de antemano la imagen final e impidiera al héroe trágico imponer su singularidad al destino. Esta vez no ha habido milagro ni sorpresa porque la tragedia, transformada en un largo folletín televisado, se ha convertido en algo cotidiano, familiar, intrascendente.
Yasir Arafat nos había acostumbrado paulatinamente a las despedidas continuas, a una muerte inusual y no anunciada, bajo un bombardeo aéreo o en el estallido de un avión en el desierto. Pero, como por arte de magia del destino, él precedía a la muerte hacia la vida, y nosotros resucitábamos con él en la migración hacia un destino resplandeciente con la belleza de lo imposible y con una poesía patriótica que nos ayudaba en la travesía del interminable camino.
De un destierro a otro, nuestra cuestión se alejaba de la tierra de la cuestión y se acercaba, con la elocuencia de la sangre que pintaba las banderas. Decíamos que fertilizaba las ideas, revivía la memoria y suprimía las fronteras entre la realidad y el mito. Teníamos necesidad del mito -ya habíamos escrito algunos capítulos-, pero el mito necesitaba realidad. ¿Traspasaría el mito la barreta de la realidad? Después volveremos a esta cuestión.
Yasir Arafat era el hombre que, uniendo pragmatismo y convicción, logró amaestrar la contradicción en los exilios. El dirigente que, gracias a un dinamismo fuera de la común, la fusión total de su vida privada con la pública y su devoción al trabajo, se convirtió en un símbolo. Ingeniero de formación, no asfaltó los caminos, sino que los cruzó entre campos de minas. La historia necesitará mucho tiempo para ordenar los archivos de este hombre-fenómeno, pero ya puede concederle la medalla al arte de la supervivencia y detenerse mucho tiempo en esta aventura-milagro consistente en encender fuego en el hielo.
Yasir Arafat dirigió una revolución contraria a todos los cálculos porque quizá llegó antes de tiempo, o después, o porque las relaciones de fuerza en nuestra región no permitían a nadie encender ni siquiera una cerilla cerca de los campos de petróleo y de la seguridad de Israel. Él no ganó batallas militares ni en la patria ni en el exilio, pero salió victorioso en el combate por la defensa de la existencia nacional. Llevando la cuestión palestina al plano político, regional e internacional, impuso la identidad nacional del refugiado palestino, hasta entonces relegada al olvido en los confines de la ausencia. Con la realidad palestina inscrita en la conciencia universal, logró convencer al mundo de que la guerra había comenzado en Palestina y la paz también comenzaría en Palestina.
Colocada con un esmero fiel a la tradición y al símbolo, la kufiya de Yasir Arafat se convirtió en el signo moral y político de la patria. Pero, al haber concentrado todas las cuestiones en su persona, él se hizo peligrosamente indispensable en nuestras vidas, como el padre de familia que no quiere que sus hijos crezcan y se valgan por sí mismos. Por eso nos inculcó más de una vez el miedo a quedarnos huérfanos, el miedo a que nuestra gran idea se esfumara si él desaparecía. Se había burlado tantas veces de la muerte que el inconsciente colectivo palestino se llenó con la creencia de que Arafat no podía morir, y entonces su mito traspasó las fronteras de la metafísica. Pero se avecinaban sorpresas. El hombre-símbolo surgido de los textos griegos tenía necesidad de aligerar el peso de su propio mito, porque el país reclamaba gestión e instituciones, el fin de la ocupación, pero por medios nuevos. Colocado en el punto de mira de todos, Yasir Arafat se encontró expuesto a los reproches, a los rumores, a la contestación. Pero el héroe -tal es su destino- siempre asediado en batallas desiguales frente al enemigo, también debía preservar su imagen en la imaginación popular.
Dominando el arte negociador de Saladino y dotado con la tolerancia de Omar, no llegó a lomos de un caballo blanco o a pie, delante de un camello: llegó hacia su nueva realidad montado en los acuerdos de Oslo, cuyas bases de seguridad, abiertas sobre oscuras intenciones, dejaban poco lugar a la esperanza. Pero regresó imbuido de un pensamiento optimista: a diferencia de él, el profeta Moisés no había regresado a la tierra prometida.
Éste es un primer paso hacia el Estado, decía, a sabiendas de que Palestina seguiría permaneciendo allí abajo, en las cuestiones no resueltas como las de Jerusalén, el derecho al retorno y otras cuestiones espinosas. Que el camino hacia su solución pasaba no por los acuerdos de Oslo, sino por los principios de la legalidad internacional. Y él sabía que estos principios no tenían curso legal en un mundo unipolar, que había conferido a Israel un poder sagrado para dispensar a la Casa Blanca sus enseñanzas celestiales. Y sabía que el protocolo presidencial, las tarjetas de identidad y los pasaportes no eran para los responsables israelíes más que una forma de satisfacer a los hambrientos de independencia con algunos menús frugales y rápidos. Sabía que había abandonado la prisión del exilio por una prisión amueblada con la imagen de las cosas, no de su realidad, y que necesitaba una autorización para ir de su prisión de Ramala a su prisión de Gaza, aunque sobre una alfombra roja y entre himnos.
Así comenzó la tragedia del presidente, así se declaró su mal político y moral. Sometido a las condiciones israelíes despiadadas, era el gran prisionero que no podía suscribir la visión israelí de las cosas ni remontarse al enunciado original del conflicto. Y el hecho de que, de las dos partes, la israelí fuese la que, lamentando las conclusiones de los acuerdos, había traicionado sus compromisos, no le servía de consuelo. Entonces, ¿qué hacer?
Nadie puede negar el derecho de los palestinos a resistir al ocupante. La segunda Intifada vino a expresar su voluntad nacional y su deseo de dar vida a la esperanza de una paz verdadera que consagrara laindependencia y la libertad. Pero un gran debate interno permanece en cuanto a los medios que se deben emplear para satisfacer las aspiraciones, evitando la trampa del enfrentamiento armado, tan deseado por un Ariel Sharon deseoso de inscribir su guerra personal contra los palestinos en la guerra general contra el terrorismo.
Desde entonces, Yasir Arafat sólo podía esperar una rebelión del destino, un milagro, reacio en estos tiempos. La Muqata, su asediado y único domicilio, se desplomará, habitación tras habitación, él repetirá en un tono profético: "¡Mártir, mártir, mártir!", y a los árabes se les pondrá, durante unos instantes, la piel de gallina.
Pero la repetición convierte la tragedia en algo intrascendente, y el asedio de Arafat se convertirá en algo normal con el paso de los días. Tres años de vida envenenada, tres años respirando un aire insalubre, tres años de burlas americanas: "No está cualificado para...". Tres años de afán israelí para intentar despojarle de sus cualidades, especialmente de su fuerza simbólica. Pero los palestinos tienen una gran capacidad para crear símbolos: el asedio del presidente es el símbolo de nuestro asedio; su sufrimiento, el símbolo de nuestro sufrimiento. Él está con nosotros y en nosotros. Es como nosotros y le queremos porque sí y porque no queremos a sus enemigos.
Él no nos ha sorprendido esta vez. Habiéndonos preparado para una despedida sin reencuentros, el asediado salió del asedio. Partiendo al encuentro de una muerte en exilio, dio los últimos toques a su leyenda. Pero nos ha dejado un poco de tiempo para que nuestra tristeza aprenda a expresarse de forma apropiada, para que cada uno de nosotros alcance la edad del destete. En cada uno de nosotros hay algo de él. Él es el padre y el hijo. El padre de una fase entera de nuestra historia. El hijo que moldeamos a su imagen y semejanza. Tras su marcha, no decimos adiós al pasado, pero entramos desde ahora en una nueva historia, abierta a lo desconocido. ¿Encontraremos el presente antes de temer el futuro?
Mahmud Darwish es el más destacado poeta palestino, autor, entre otros libros, de Menos rosas y Mural. Cuenta con galardones como el Lannan Cultural Freedom Prize y el Príncipe Claus de Holanda. Traducido del árabe por María Luisa Prieto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.