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DON DE GENTES
Columna
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Padre y muy señor mío

Elvira Lindo

MI PADRE DICE que no vendrá a verme a Nueva York hasta que Iberia no ponga una línea de aviones para fumadores. Bueno, no me lo ha dicho a mí concretamente, sino a través de mis hermanos, porque a mí mi padre no me llama. Mi padre dice que no me piensa llamar hasta que Telefónica no saque una tarjeta dorada para las personas de edad, como él se denomina a sí mismo. El avión para fumadores que debería fletar Iberia, siempre según mi padre, debería tener otro acicate, que los pasajeros de clase turista fueran obsequiados con su vasito de whisky, como los de preferente, o, en su defecto, que Iberia les hiciera un precio a las personas de edad para que viajaran en preferente, más anchurosos. De esa forma, dice mi padre, no sólo le saldría gratis el whisky a las personas de edad, sino que se reduciría el número de víctimas del síndrome de clase turista, ya que las personas de edad (dada su edad) son más proclives y eso sería un gran ahorro a la larga para la caja de la Seguridad Social. Como ven, mi padre no es un hombre que se cierre a una sola idea: él te da a elegir entre un abanico de posibilidades. A través de mis hermanos sé que en los últimos tiempos pronuncia la siguiente frase: "Si tanto quiere hablar conmigo, que llame ella, que es la que se ha ido". Bueno, es un razonamiento discutible, pero lo que yo digo, no hay forma de discutirlo si no me llama. Eso sí, yo tampoco llamo. Estamos echando un pulso, el típico pulso transatlántico. Un pulso que consiste en: a ver quién es el tonto que llama antes. A través de mis hermanos le he dicho que por qué no se pone de una puñetera vez Internet, que a la larga sale barato, y dice (a través de mis hermanos) que no, que está esperando a que se perfeccione la videoconferencia. Lo mismo decía de la tele en color ("no la compraré hasta que se perfeccione") y no la compró hasta que salieron las Mama Chicho, no me pregunten por qué. A través de mis hermanos le he propuesto la opción de la carta por correo ordinario. Pero él dice que para lo que tarda el correo ordinario le sale más a cuenta esperar a verme por Navidad. Dice que para saber que estoy bien ya tiene los artículos del periódico, que el día que no vea mi nombre en esta página del domingo, dirá, malo, malo. Además, dice, si ocurriera algo irremediable saldría por la televisión; y lo que yo digo, papá, no es tan fácil la cosa, porque si tienes la mala suerte de que te pasa algo el día en que se muere un individuo tipo Arafat (que no hay día que no se muera gente importante a nivel mundial), eso te jode la necrológica. Perdonen que barra para casa, pero es que tal y como se está poniendo la vida va a tenir que pedir turno uno hasta para morirse. Pero no quiero hablar de cosas tristes; sigamos hablando de la familia, que es una cosa que siempre te sube el ánimo, sobre todo cuando te separa un océano, como es mi caso. Estábamos con mi padre: que no me llama. Así que a través de este artículo, si a ustedes no les importa, voy a aprovechar para contarle a mi padre una cosa extraordinaria que me pasó el sábado pasado. Resulta que el otro día me monto en un avión y, hala, me voy a Chicago. Yo soy así de espontánea. ¿Qué buscaba yo en Chicago? Lo típico, la casa de Hemingway, los clubes de jazz, ir al famoso pub de Al Capone, ver el rascacielos de Mies van der Rohe (intentar no ver el rascacielos de Ricardo Bofill) y encontrarme por la calle con Oprah Winfrey, que actualmente es el mayor atractivo de Chicago, la gente del Medio Oeste echa instancias para ir a su programa y llegan a la ciudad coloradotes y gordos a ver a Oprah, esa diosa que puede hacer que un libro se convierta en best seller sólo con recomendarlo en su programa. Por cierto, que el autor de Las correcciones, Jonathan Franzen, se negó a que Oprah le recomendara porque consideró que ser recomendado por Oprah era lo peor. Qué fino. La cosa es que estábamos paseando por la mítica ciudad ventosa, así llamada porque es la ciudad en la que puedes caminar con la nariz más cerca del suelo porque el viento te pone casi en horizontal, cuando de pronto oímos los arpegios de una guitarra flamenca que emergían de un palacete. Comprenderán que eso nos conmoviera no sólo como españoles, sino también como andaluces, qué caramba. Hipnotizados como los niños de Hamelín, entramos en dicha mansión. Un guitarrista que parecía de Jerez, pero que resultó ser un exiliado iraní, tocaba fandangos. Olé, dijimos. Para colmo, había una exposición de cuadros espantosos de temática española: la Giralda, la Alhambra, los Molinos de Don Quijote, la Plaza Mayor... En esto que me acerco al cuadro de la Plaza Mayor en mi calidad de madrileña adoptiva, y ¿quién dirán ustedes que salía retratado fumándose un pitillo en el poyete de la estatua ecuestre de Felipe III? Mi padre. Esto ya es algo que yo calificaría, si me lo permiten los del diccionario de Seco, de un poquito paranormal. Mi santo dice que estamos haciendo sombra a la familia Adams. Y conste que yo le hubiera comprado el cuadro a mi padre para dárselo por Papá Noel, pero me dije, qué coño, si él no se gasta un duro en llamarme, por qué me voy a gastar un duro en un cuadro pictórico en Chicago sólo porque salga él. Lo que yo digo, tampoco vamos a ir de tontos por la vida.

Chicago y el lago Michigan al alba.
Chicago y el lago Michigan al alba.DAVID BALL

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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