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Entrevista:Santos Juliá | LOS INTELECTUALES EN LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA

"Los intelectuales han reflejado en los siglos XIX y XX la tensión permanente de las dos Españas"

Miguel Ángel Villena

Ha dedicado toda su carrera al estudio de la España contemporánea y ha publicado libros básicos para estudiar ese periodo, como Manuel Azaña. Una biografía política, Los socialistas en la política española. 1879-1982 y Un siglo de España. Política y sociedad, entre otros. Catedrático en la Universidad Nacional de Educación a Distancia y habitual participante en congresos y seminarios, Santos Juliá (Ferrol, 1940) fue madurando poco a poco la posibilidad de escribir un ensayo sobre el discurso y la intervención pública de los intelectuales en España durante parte de los siglos XIX y XX.

"Lo que a mi propósito importa es la manera de presencia pública de los intelectuales y los relatos en que se encuentran e identifican como grupo generacional: qué hacen y dicen los intelectuales cuando intervienen en el debate público", escribe Santos Juliá en la introducción de su libro Historias de las dos Españas (Taurus). "Esa presencia", a juicio del historiador, "tiene dos expresiones: una se sitúa en el plano del discurso; otra en las propuestas de acción. Mi intención es establecer un vínculo entre una y otra, no en el sentido de que el discurso determine a la acción, o viceversa, sino que ambos aparecen mediados por la experiencia personal o colectiva del intelectual o de grupos, normalmente generacionales y con conciencia de serlo, de intelectuales".

"España ha sido hasta hace poco un país muy fragmentado atravesado por conflictos múltiples"
"En las democracias actuales el intelectual sólo puede aspirar a cumplir la tarea de observador crítico"
"Existe una continuidad entre las Cortes de Cádiz, a principios del siglo XIX, y la II República"
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PREGUNTA. ¿Qué descubrió de esas actitudes a lo largo de su investigación?

RESPUESTA. Lo que más me sorprendió es que el discurso de los intelectuales giraba de manera abrumadora en torno a la nación, al ser y al problema de España, representado siempre como una dualidad: verdadera y falsa, nueva y vieja, oficial y real. Al principio, creía que esa dicotomía sólo afectaba a la generación de José Ortega y Gasset, la de 1914, pero sus orígenes vienen de lejos, hunden sus raíces en el XIX y no desaparecen hasta la transición democrática.

P. ¿Son una fatalidad histórica las dos Españas?

R. No, no lo creo. Pienso, más bien, que España ha sido hasta fechas recientes un país muy fragmentado, atravesado por conflictos múltiples. Ahora bien, es cierto que la representación histórica de este país se ha plasmado en una permanente dualidad, como dos visiones no sólo excluyentes, sino antitéticas. Es decir, los intelectuales han reflejado en los siglos XIX y XX la tensión permanente entre las dos Españas. Esa situación se prolonga desde el XIX hasta la época del franquismo, que representa la exasperación de ese enfrentamiento porque el final de la Guerra Civil se vive como la eliminación de una anti-España por la verdadera España.

P. ¿En las primeras décadas del XX esa polarización también obedece al choque entre un país rural y otro urbano?

R. Sin duda. A comienzos del XX se produce un impulso de la modernización, de la secularización, que genera una resistencia brutal de las fuerzas más conservadoras. Son conflictos propios de la modernización que la Iglesia interpreta como una deserción o una apostasía masiva, de la que son culpables los intelectuales. Los obispos ven en la modernidad un ataque al ser de la patria y el discurso católico se radicaliza.

P. ¿Puede afirmarse que los intelectuales católicos encarnan el núcleo de la visión conservadora de España?

R. Los católicos resultan determinantes desde comienzos del siglo XIX en la fabricación del mito de España y anti-España. El catolicismo vertebra, más incluso que la institución monárquica, a los conservadores, e introduce el término de cruzada aun antes de la guerra civil como soporte de una estrategia para recuperar el terreno perdido.

P. Y en el campo progresista, ¿representan las corrientes liberales el hilo conductor del pensamiento?

R. Existe una continuidad entre las Cortes de Cádiz, a principios del XIX, con la II República. Azaña, por ejemplo, entronca con esa tradición liberal. De todos modos, un sector de los liberales va a ir modificando su proyecto político durante las tres primeras décadas del siglo XX en función de que la monarquía de Alfonso XIII los acoja en mayor o menor medida. Es el caso del reformista Melquíades Álvarez. No obstante, la instauración de la dictadura del general Primo de Rivera en 1923, con la anuencia del rey, rompe la posibilidad de integrar la tradición liberal en el seno de la monarquía. A partir de ese momento los liberales se van convirtiendo en republicanos que identifican ya, de un modo muy directo, la II República con la democracia. Azaña, sin ir más lejos, se declara republicano precisamente en el año 1923. El triunfo de la rebelión militar, sostenida por la Iglesia, liquida totalmente la tradición liberal, y los liberales que regresan a España, que han sufrido un trauma muy dramático, mantienen apenas una política de gestos, un talante, y siempre en ámbitos privados.

P. ¿Esta evolución explica también que la oposición antifranquista se incline poco a poco hacia el marxismo y hacia opciones más radicales?

R. La disidencia intelectual dentro del franquismo quedó reducida a un pequeño sector de Falange, como Dionisio Ridruejo, o a algunos grupos católicos que finalmente fracasaron como políticos comprensivos. Las nuevas generaciones que aparecen en los años cincuenta y sesenta no heredan una tradición liberal y no reconocen a estos disidentes como sus maestros. Para ellos, según definición de Juan Benet, "los maestros eran de barro". Desde ese momento histórico, la rebelión contra la dictadura sólo puede expresarse en forma de reivindicación de la democracia, a la que acompaña una exigencia de transformación de la sociedad, expresada en un lenguaje de revolución. Se trata abiertamente ya de protestar contra la dictadura franquista, pero al mismo tiempo de oponerse a un sistema social injusto, un terreno en el que cristianos y marxistas se encontrarán en los años sesenta.

P. Habla usted de maestros. Da la impresión de que los intelectuales españoles se han formado en torno a maestros y han intervenido en la vida pública como grupos generacionales.

R. Históricamente, los intelectuales se agruparon alrededor de maestros -Ortega y Gasset fue el último de los grandes- y aparecen en oleadas generacionales. No obstante, tras la generalización de las democracias; el fin del comunismo, que culmina en la caída del muro de Berlín en 1989; y la crisis de lo que Lyotard llamó los grandes relatos, la presencia de los intelectuales en la vida pública se ha modificado sustancialmente. Son muchos más, pero afortunadamente se acabaron los grandes maestros. Aquel intelectual omnisciente, que hablaba de todo y pretendía poseer el sentido del futuro, ha hecho mutis. Ahora cada cual vale por lo que sea capaz de aportar a un debate público en el que los profetas no tienen ya lugar.

P. Esa tendencia individualista rompe, por consiguiente, una tradición.

R. Desde luego. Durante cerca de dos siglos los pensadores se han percibido a sí mismos como parte de un grupo, con experiencias similares, con discursos teóricos parecidos y con una tarea colectiva a cumplir. Es un debate ya agotado si existen las generaciones o no, pero es evidente que todos los que aparecen en estas Historias de las dos Españas se reconocían a sí mismos como tales. Ocurre con la generación del 98, con la de 1914, con la de la guerra, con la del medio siglo

... Estos colectivos fundaron revistas, organizaron homenajes y mantuvieron tertulias en ciudades como Madrid y Barcelona, que hasta la década de los años cincuenta eran urbes de un tamaño todavía reducido, donde todo el mundo se conocía. En muchos casos se trata de pensadores o escritores de la misma edad, que utilizan un lenguaje similar, adornado por idénticas metáforas. En el caso español aparece también la tertulia que tiene una importancia grande como centro de muchos debates.

P. ¿A qué obedece que la llegada de la democracia en España signifique el final de la intervención en política de los intelectuales como grupos?

R. No es una situación privativa de España. En todas partes, la influencia de los medios de comunicación, en especial de la televisión; la extensión del sistema educativo a todos los niveles, especialmente el universitario, y la consiguiente generalización de las nuevas tecnologías, derivan en una atomización y fragmentación del mundo intelectual. Se ha llegado a comentar que los periodistas han sustituido a los intelectuales en su papel de gurúes en las últimas décadas. En las democracias actuales, el intelectual sólo puede aspirar a cumplir la tarea de observador crítico, aportando desde una posición independiente sus análisis sobre temas de interés común en los que se requiere competencia más que retórica u obediencia a consignas.

P. Cuando han pasado ya 25 años desde la aprobación de la Constitución, ¿el debate sobre la esencia de España sigue siendo la principal preocupación o ha pasado a un segundo término?

R. No. La generación de 1956, a la que tanto debemos, acabó con eso y, desde los años sesenta, la democracia sustituye a la nación como tema fundamental del debate intelectual. Se disuelve aquel núcleo de la discusión y la reivindicación cultural de los españoles apunta ya claramente a formar parte de Europa. Paradójicamente, en los últimos años esa angustia por la unidad cultural, por las raíces eternas de la nación, por la identidad diferenciada y única, se ha desplazado hacia los nacionalismos no españoles, el catalán y el vasco fundamentalmente.

P. Su ensayo se detiene en los últimos tiempos del franquismo.

R. Bueno, cuando comencé a escribir un capítulo sobre los intelectuales en democracia me di cuenta de que el discurso dominante guardaba poca relación con las historias anteriores: los grandes relatos, que aquí llamo historias, de las dos Españas, habían periclitado. No que hayan desaparecido los intelectuales, sino que su presencia y su discurso ha experimentado una transformación radical. Quizá haya ahí materia para otro libro.

El historiador Santos Juliá, en su estudio de Madrid.
El historiador Santos Juliá, en su estudio de Madrid.GORKA LEJARCEGI

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