Estreno en el MOMA
Pocos museos en el mundo han logrado ejercer tanta influencia en el arte contemporáneo como el MOMA de Nueva York. Con la reapertura de sus puertas tras cuatro años de obras, la capacidad de marcar tendencias de la institución -y en este caso del arquitecto que la ha diseñado, el japonés Yoshio Taniguchi (1937)- será puesta nuevamente a prueba. Y es que la ampliación se aleja radicalmente de las formas expresionistas popularizadas por el museo de Frank Gehry en Bilbao y que arquitectos como Zaha Hadid o Daniel Libeskind han contribuido a perpetuar. El origen del éxito de estos proyectos puede encontrarse en la exposición que organizó el MOMA en 1988, y que bajo el título Arquitectura deconstructivista cerró la puerta al pastiche histórico del posmoderno. Ahora, el propio museo compara la limpia austeridad de la ampliación de Taniguchi con las cualidades mostradas en la exposición Light Construction, organizada en 1995 por el director del departamento de arquitectura y diseño, Terence Riley, en una especie de autohomenaje: el MOMA monta una exposición sobre una tendencia, contrata a un arquitecto que encarna esas cualidades para diseñar su nueva sede y de ahí resulta un nuevo movimiento arquitectónico.
La ampliación de Taniguchi es vista como un proyecto urbano más que como un ejercicio de identidad arquitectónica
El MOMA no es el Whitney, ni el Guggenheim, ni el Metropolitan; su sello es la modernidad, y cuenta con su propia tradición. Al entrar en las nuevas salas o en la librería, el visitante se encontrará con los favoritos habituales -Monet o Matisse- junto a nuevas adquisiciones, como la primera sala permanente dedicada a videoinstalaciones; encontrará un museo muy diferente -en lo funcional, lo material y lo estilístico- del que seguramente recuerda. Para empezar, hay varias entradas: una al restaurante, otra a la sección didáctica y dos al museo propiamente dicho, situadas en las calles 53 y 54. La dirección oficial sigue siendo la de la calle 53, aunque el nuevo acceso se ha desplazado hacia el oeste y está señalado por un panel blanco vertical que sobresale de la fachada negra. En la fila de edificios nuevos y restaurados que flanquean la torre del MOMA -construida por César Pelli como parte de la ampliación de 1985-, el brillo reluciente del revestimiento blanco y negro remarca cada una de las piezas de este desfile de historia moderna. Por el contrario, la fachada a la calle 54 es bastante más monolítica, más "sintética" en palabras de Taniguchi, y funciona como telón de fondo del jardín de esculturas. Desde la calle, el muro opaco que separa ésta del jardín y las lustrosas fachadas sugieren más una caja lacada que un conjunto integrado en el entorno.
Las entradas desde las calles 53
y 54 se encuentran en los extremos de un bloque pasante, que Riley describe como extensión de la trama de Manhattan, así como una clara indicación de cómo ha enfocado Taniguchi la ampliación, como un proyecto urbano más que como un ejercicio de identidad arquitectónica. Pero este enfoque, que puede ser el apropiado para una institución tan conocida como ésta, ha necesitado una elaboración a escala arquitectónica, aunque en palabras del autor de haber tenido dinero suficiente habría "hecho desaparecer" la arquitectura con el fin de crear simplemente un entorno que contuviera personas y objetos. La ampliación -de apenas 8.000 metros cuadrados se ha pasado a 11.600 de salas de exposición- tiene como objeto acomodar los fondos crecientes de la colección, pero su coste ha supuesto un aumento del precio de la entrada a 20 dólares, así como la necesidad de incrementar el número de visitantes a más de dos millones anuales, es decir, unos 10.000 diarios. No hay duda de que las salas podrán acogerlos a todos, pero es de temer que la entrada principal esté algo infradimensionada.
Actualmente ningún museo de arte contemporáneo recibe al público con una escalinata de museo de bellas artes, como tampoco se llevan bien la libertad de circulación que el MOMA quiere dar a sus visitantes con las salas alineadas que atrapan a éstos en un circuito interminable de obras maestras. Taniguchi hace desplazarse a los que entran desde la calle 53 hasta un vestíbulo, donde los techos relativamente bajos dan paso a un atrio acristalado de 33 metros de altura. En este punto se gira a la derecha y uno se encuentra con el jardín de esculturas, detrás del que se alza el ala didáctica.
Frente al jardín, el visitante debe decidir por dónde seguir: a la derecha, asciende un tiro de escaleras -ni anchas ni clásicas- junto a un muro de granito oscuro (no hay ascensores, ni escaleras mecánicas a la vista). Puede que Taniguchi haya hecho desaparecer la arquitectura del nuevo MOMA, pero a través del techo acristalado del atrio central se yergue la torre de Pelli, que ahora ocupa literalmente el centro del museo. También pueden detectarse homenajes a Mies van der Rohe; como en el pabellón de Barcelona, al entrar se realiza un giro de 90 grados, seguido de otro de 180, un doble movimiento que deja atrás el jardín y la ciudad para ascender al mundo del arte.
En la segunda planta encontra-
mos un atrio de triple altura, en cuyo centro se sitúa el Broken Obelisk de Barnett Newman. Este espacio tiene unas dimensiones grandiosas y en términos prácticos orienta hacia las salas de un modo parecido al de los atrios de los centros comerciales. Irónicamente, una de las críticas al atrio tipo invernadero y a las escaleras mecánicas de la ampliación de Pelli era su similitud con un centro comercial. El MOMA de Taniguchi no recuerda en absoluto uno de ellos, pero su organización visual sugiere psicológicamente la situación de ir de compras. Quizá resulte inevitable la convergencia entre museos y centros comerciales, puesto que aquéllos dependen cada vez más de las ventas de postales y pósters para cuadrar sus presupuestos. Ésta parece ser la estrategia del MOMA: facilitar el consumo de arte con escaparates alrededor del atrio de los que cuelgan un Matisse, un póster de Campari o una Vespa, y dos escaleras -de nuevo un homenaje a Mies, esta vez al Arts Club de Chicago-, así como entradas acristaladas que revelan las salas contemporáneas y señalan los grabados y dibujos que se encuentran en los espacios ciegos hacia los que el visitante se dirige.
Esta fluidez circulatoria de centro comercial se desvanece, sin embargo, cuando intentamos encontrar las obras de arte. Las pasarelas entre las salas a ambos lados del atrio ofrecen de nuevo vistas hacia el jardín, pero los ascensores y escaleras mecánicas que conectan las cinco plantas de exposiciones se encuentran demasiado escondidos, sobre todo en relación a la cantidad de público que se espera. El trayecto concluye en la sexta planta, la de exposiciones temporales. En este punto, hasta el estómago más firme puede sentir vértigo. El visitante se halla suspendido sobre el atrio, únicamente separado del abismo por los paneles de vidrio de las pasarelas. Las salas, dispuestas en una planta en H, son espacios amplios pero oscuros, cada una rematada por dos diminutos lucernarios piramidales que se asoman a la ciudad y parecen estar fuera de escala. Este detalle, como otros repartidos por el museo, destaca quizá precisamente por la importancia concedida al entorno por delante de la arquitectura.
Taniguchi no estuvo representado en la exposición Light Construction, pero su obra encarna bien el alejamiento de cuestiones formales que el comisario de la misma, Terence Riley, pretendía identificar. Coincidiendo con la inauguración del nuevo MOMA se ha montado una exposición sobre la obra del arquitecto japonés. En el catálogo, Riley escribe: "El proyecto de Taniguchi para el MOMA debe entenderse como una respuesta a las necesidades de una institución en particular más que como un manifiesto incorpóreo sobre cómo deberían ser en general los museos". Tal afirmación llega en un momento de debate candente entre la forma y la configuración, o la forma y la "construcción ligera". Hace siete años, cuando Taniguchi ganó el concurso, el museo rechazó las formas más experimentales y dinámicas propuestas por Herzog & De Meuron y Bernard Tschumi. Con ello, la institución daba la espalda a la ideología moderna que constituyó su razón de ser; el nuevo edificio no rompe con el pasado, sino que ofrece una continuidad sin fisuras con el mismo, sugiriendo que el MOMA, a pesar de su ambición, está actualmente encerrado en su propia historia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.