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ETA y la salida del terrorismo

En unos momentos de gran debilidad de ETA se ha intensificado el debate sobre cómo puede llegar el final de este grupo. No es ésta una cuestión menor, pues se corre el riesgo de desaprovechar la histórica oportunidad de erradicar el terrorismo etarra si la gestión de este proceso fuera equivocada. Así lo ponen de relieve las reacciones a la propuesta de Batasuna. Días antes de su anuncio, tres socialistas guipuzcoanos, entre ellos, Odón Elorza, alcalde de San Sebastián, exigían al presidente Zapatero "valentía" y "asumir algún riesgo para ganar la libertad". Lo hacían antes de hacerse pública una propuesta que, con la falsa apariencia de un nuevo lenguaje pero sin desmarcarse realmente de ETA, pretendía reparar la deteriorada imagen de una marginada Batasuna mediante engañosas expectativas. Precisamente por ello estos socialistas favorecían en cierta medida los intereses del brazo político de la organización terrorista, como sugería la acertada valoración que de la propuesta abertzale hacía el presidente del Senado, Javier Rojo: "Nos tratan de confundir, engañar y mentir y ante eso debemos seguir haciendo lo que hacemos, defender el Estado de Derecho, el ordenamiento jurídico en los términos en los que lo planteamos y la unidad de acción de los demócratas". La prolongada experiencia de la lucha antiterrorista en nuestro país demuestra que ésta ha alcanzado su mayor eficacia cuando se ha basado en el consenso de las principales fuerzas democráticas. De ahí el peligro de caer en la trampa que Batasuna y ETA plantean como salida a su profundo aislamiento a unos meses de unas elecciones autonómicas en las que aventuran un agravamiento de su situación. Por ello resultan dañinas peticiones como las de los socialistas guipuzcoanos basadas en la fe en ETA más que en un riguroso análisis de sus dinámicas internas.

No es la suya una visión aislada. Recientemente un grupo de profesores de la Universidad del País Vasco lanzaba en un artículo propuestas que de ser aceptadas resultarían contraproducentes para la pacificación. En su opinión, "sería deseable que el conjunto de quienes corresponda hiciesen algo a partir de lo cual ETA pueda plantear un discurso en el que otorgue sentido tanto a su pasado como al cese de su actividad". En contra de lo que indicaban, difícilmente contribuiría al final de ETA la legitimación de su violencia que sugerían adoptando una retórica propia de organizaciones terroristas o de partidos afines a éstas al recurrir a mecanismos de difusión de responsabilidad y transferencia de culpa con los que el terrorismo busca su justificación. Los profesores transferían a gobierno y partidos democráticos la responsabilidad por el final de ETA exigiéndoles nada más y nada menos que faciliten un discurso que dé sentido a la existencia de un grupo responsable de la muerte de cientos de seres humanos. Ello equivale a establecer que todos esos asesinatos, que la intimidación de miles de personas y su terrible sufrimiento han sido absolutamente necesarios y, por tanto, útiles. Semejante planteamiento es inadmisible moralmente sin que tampoco deba aceptarse en virtud del pragmatismo que reivindicaban preciso a cambio del cese de ETA, pues tan perversa lógica supone asumir como eficaz el terrorismo alentando por ello su perpetuación o su repetición en el futuro.

Esta actitud subyace también en un texto remitido al Parlamento vasco por los tres partidos en los que se sustenta el Gobierno autónomo, esto es, PNV, EA e IU. En un documento sin mención alguna a ETA reconocen que "no existe conciencia social suficiente del sufrimiento de las víctimas" y que éstas "tienen un papel importante en la reconciliación", proceso que entienden no debe plantearse "en términos de victoria y derrota". Al mismo tiempo señalan que las víctimas demandan "justicia, una restitución y reparación global, y la recuperación de la memoria". Sin embargo, estos últimos objetivos sólo pueden alcanzarse si la reconciliación se acomete en esos "términos de victoria y derrota" que estos partidos rechazan. Durante años muchos teóricos de la resolución de conflictos han errado al propugnar que el final de procesos violentos exigía la aceptación de una suerte de empate entre los actores involucrados y que ciertas exigencias a los terroristas no resultaban realistas. La asimilación de esta fórmula en el ámbito vasco equivale a renunciar a la justicia que la verdadera paz demanda y a legitimar el terrorismo etarra, dificultando por ello su definitiva desaparición, la cual exige por el contrario que se enfatice la victoria de las instituciones democráticas y de la sociedad civil frente al terror.

Quienes sostienen que esta contundencia dificulta los procesos de cuestionamiento de la violencia y el abandono de la misma ignoran que la evidencia demuestra precisamente lo contrario. La carta de seis presos etarras criticando la "lucha armada" de ETA constituye una inapelable admisión del fracaso de esta banda, conclusión a la que estos activistas han llegado como resultado del triunfo de eficaces medidas antiterroristas, pues, como ellos mismos reconocen, su "estrategia político-militar ha sido superada por la represión del enemigo". Por tanto, la racionalización que precede a la renuncia a la violencia es clara: el aumento de los costes y la disminución de los beneficios que se deriva del terrorismo desincentiva su utilización. Así ha quedado demostrado también en el caso del IRA, que ha desechado el terrorismo a pesar de no haber conseguido sus aspiraciones, constituyendo por ello un importante referente para gestionar el final de ETA.

Es significativo que los argumentos con los que a mediados de los años ochenta algunos miembros del IRA defendieron la ineficacia de su violencia fueron desprestigiados por el liderazgo a pesar de no diferir sustancialmente de los que esos mismos líderes, entre ellos Gerry Adams y Martin McGuinness, utilizaron más adelante para justificar el alto el fuego. La supresión de la disidencia se ha dado también en ETA, de ahí la utilidad de examinar cómo el IRA se sirvió de la continuidad del terrorismo para ejercer una presión con la que ciertos líderes fortalecieron sus posiciones. Por ello, cuando se pide un "Gerry Adams para el País Vasco" conviene tener presente que su falta de valentía política y humana fue precisamente la que impidió la interrupción del terrorismo mucho antes.

Como confiesan antiguos integrantes del IRA, desde mediados de la década de los ochenta destacados responsables del grupo dejaron de contemplar como posible la victoria. La consecuencia lógica tras alcanzar ese convencimiento era la interrupción del terrorismo o el abandono de la organización si ésta no adoptaba semejante decisión. Sin embargo, esos líderes no sólo continuaron al frente del IRA, sino que además se sirvieron de sus posiciones de autoridad para aislar a quienes planteaban la necesidad de detener la violencia. Al mismo tiempo mantuvieron el terrorismo como instrumento de presión para exigir al nacionalismo democrático y al Gobierno apoyos a cambio de la renuncia a la violencia. Se complementaba esto con un lenguaje como el que Batasuna y ETA emplean ahora prometiendo "explorar nuevas vías" y que también ha seducido a los socialistas guipuzcoanos citados. Finalmente el rechazo de dicho chantaje y las medidas coactivas gubernamentales aceleraron el deterioro del IRA que desembocó en el cese de la violencia, contradiciendo a quienes manifiestan que el Pacto Antiterrorista y la ilegalización de Batasuna retrasan el final de ETA.

Hay quienes se dejan seducir por las promesas de Batasuna aduciendo que el fracaso es difícil de afrontar a un nivel tanto individual como grupal y que por ello ETA requiere facilidades. Sin embargo el alto el fuego del IRA en condiciones que en absoluto "otorgan sentido a su pasado" y la admisión de numerosos activistas de que tantas muertes y años en prisión no merecieron la pena, demuestran que la salida del terrorismo es posible a pesar de la frustración que esta decisión genera en circunstancias como las descritas. Cuando se pide al Gobierno que facilite a los seguidores de ETA "una interpretación políticamente creíble y soportable" del final de la violencia, como hacían los profesores mencionados, se ignora que ya existe un sólido argumento que cumple esa función y que ha sido válido para otros militantes particularmente sanguinarios: su derrota. Lo ha sido además sin la victoria política que la legitimación de sus acciones pasadas supondría si obtuvieran concesiones como las que algunos reclaman.

Rogelio Alonso es profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.

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