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Columna
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Frecuentar la maldad

Una de las ideas más antipáticas del cristianismo tradicional (al menos del modo en que se enseñaba hasta hace poco, pues muchas citas evangélicas sustentarían lo contrario) es la idea de pureza, y no sólo como pureza de ideas o sentimientos, sino como una conducta de vida que exigiría, para mantener impoluta la conciencia moral, excluir toda clase de relación con ambientes, personas o conductas tachadas de contaminantes.

La idea de limitar los hábitos y relaciones personales para mantenerse en una prístina blancura supone, a la postre, un ejercicio de discriminación. Así, uno evitaría ambientes perniciosos, conductas nocivas y la relación con individuos nefastos. Esto último resulta lo más indignante de todo. Hablar de individuos poco recomendables, perjudiciales o inconvenientes supone un apriorismo, un prejuicio en el sentido literal de la palabra. Esos anhelos de pureza malentendida se concretarían en desconfiar de los tipos de pelo largo por si fueran drogadictos, de los magrebíes por si robacoches, de los homosexuales por si inductores al vicio o, por qué no decirlo ya, de los fumadores por envenenadores del prójimo. Muy posiblemente esta idea equivocada de la pureza sólo pervive en minorías, pero de la oposición a la misma puede realizarse una reflexión de amplios efectos civiles.

Habría que considerar interesante frecuentar la maldad, mirarla a los ojos, saber de qué va. Y eso que cuesta identificarla a la primera. Si ante los acusados penales sólo mantenemos la presunción de inocencia por disciplina intelectual (ya que lo más tentador es imaginarlos culpables), la tendencia en nuestras relaciones sociales y profesionales es justo la opuesta: al conocer a alguien siempre tendemos a considerar, salvo prueba en contrario, que es una buena persona. Sólo la experiencia enseña que, de entre esa larga hilera de rostros que van asomando a lo largo de nuestra biografía, algunos prefiguran auténticos monstruos morales, seres egoístas, traidores, incluso pobres diablos que, devorados por una excesiva acumulación de tiempo libre, no encuentran otra distracción que atormentar, dañar, acusar o difamar.

El mundo está lleno de imbéciles morales que hacen de su conducta diaria un ejercicio de bajeza. Una intuitiva presunción de inocencia juega a su favor y sólo cuando las puñaladas en nuestra espalda alcanzan un número intolerable comprendemos que ninguna casualidad explicaría tantas heridas. Reconocer esa realidad, asumir que existen miserables consagrados a sí mismos hasta el punto de apoyar cada uno de sus pasos sobre el hombro de los demás, resulta una experiencia dura, a la que no se encuentra sentido y que, al no tenerlo, cuesta imaginar que lo tenga en la conciencia de algún otro.

Pero el trato con la maldad resulta fructífero. Reconocer la bajeza moral, incluso resistirla, resulta imprescindible para hacerse una clara idea del mundo. La decencia debe contrastarse con la maldad y la honradez personal con el ánimo cobarde. Sólo cuando se conoce su verdadero rostro puede medirse la maldad. Porque otra de las consecuencias negativas del relativismo ético actual es que la maldad tiene muy buena prensa. Habría que preguntarse por qué esa frase tan común hoy en día ("Qué malo eres") no la interpretamos ya, dirigida hacia nosotros, como un halago, como un reconocimiento de inteligencia, de brillantez, de verdadero y maléfico talento. La bondad, en cambio, y por razones del todo incomprensibles, se relaciona con la pobreza de espíritu o con la simpleza, cuando no con la verdadera estupidez.

Muchos idiotas morales se refugian en una maldad alambicada como última frontera para su falta de talento, aunque, si uno se detiene a pensarlo, lo más probable es que toda la gente verdaderamente inteligente que se ha topado en la vida ha sido también edificante en lo personal y se ha guiado por una conducta honesta, o al menos por su esfuerzo en mantenerla. Frente a eso, quien se limita a chapotear en su propia miseria suele engañar a veces, pero al final lo que deja en la memoria es sólo eso: engrudo, fango, los resecos bodoques que originó tanto chapoteo, y una sensación de alivio porque uno, a pesar de semejantes compañías, logró evitar el barrizal.

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