Sonata de otoño
Con Un día sí y otro también, Eduardo Arroyo (Madrid, 1937), vuelve a sorprendernos con un espectacular despliegue de, por una parte, 7 lienzos de gran formato, inspirados en los grabados de Durero, y, por otra, 120 lienzos de pequeño formato (33 × 25 centímetros), que son como instantáneas comentadas de la realidad cotidiana, según la percepción del autor, de lo que le ha llamado la atención entre 2002 y 2004 por dentro y por fuera de sí mismo. En esta experiencia de, por así decirlo, un noticiario documentado, como el vetusto No-do, se reúnen las tres dimensiones de Arroyo como periodista, escritor y pintor, lo cual él ha resumido, de manera eficaz, en su autoproclamación como "pintor de historia". En esta crónica icónica de la actualidad, Arroyo puede dar la impresión de aproximarse al Nulla dies sine linea, que emprendió, al final, su amigo Antonio Saura, si bien el gesto de éste se convierte en aquél en imagen pura y dura, pero de rezumante pintura.
EDUARDO ARROYO
'Un día sí y y otro también'
Galería Metta
Villanueva, 36. Madrid
Hasta el 12 de diciembre
El misterio de Arroyo, al hacer esta crónica, se basa en no dejar nada en la penumbra, porque cada imagen tiene un comentario, y está pensada idealmente para forrar una pared con invocaciones milagrosas, aunque profanas; esto es: profanaciones de las hojas del calendario, que inevitablemente van cayendo, a la moderna, como si nada. En todo caso, la moderna profanación de Arroyo consiste en sostener en el aire, como en un suspiro, estas hojas secas de la actualidad, retardando irónicamente el baile descendente del conjunto de hechos insustanciales hasta posarse en el suelo, a la espera de la solícita escoba del barrendero.
En el fondo, se trata, así, pues, de un ejercicio de melancolía, que corrobora la asociación de estas "obritas" con los grandes formatos de los comentarios -interpretaciones- de las estampas de Durero. Grandes o pequeños, estos cuadros son distanciadas epifanías modernas, no tanto de lo que pasa, sino del pasar, la infinita variación de lo mismo. En cierto sentido a estas imágenes instantáneas le correspondería ser lo que se entiende como un diario ilustrado, pero sometido al proceso de una coagulación pictórica, lo cual, técnica y conceptualmente, las transforma en otra cosa, en un más allá de sí mismas. La coagulación pictórica no se limita a someter a la imagen a la churruscante parrilla del óleo, que obviamente la dora o la ennegrece, sino que la condimenta con la singular salsa mental del cocinero, la única profesión que no antecede a la de artista, porque ambos pueden construir o reconstruir tortillas, pero no hacerlo sin huevos.
La densidad y riqueza del magín culinario de Arroyo es proverbial, pero, quizá, rinda su mayor efecto en los extremos, sean los del contraste entre los grandes o pequeños formatos, o, todavía mejor, entre la euforia riente y el melancólico sacapuntas. Perejil de todas las salsas, esta extremosidad del último Arroyo es lo que le da una mayor fuerza persuasiva a estos fogonazos pictóricos, los cuales, a fuer de cómo dispararse vertiginosamente solos, guardan muchos secretos en la recámara. Es ahí donde Arroyo nos demuestra el envés de una realidad, forzando con estos chispazos visuales su intríngulis. Nos llueven encima las torrenciales visiones-vivencias del imaginario de un artista muy vivido y visionario, que hace visajes al pasado de la historia, la literatura o el arte, pero, sobre todo, a partir de lo que nos pasa cada día delante de las narices sin percatarnos. Es lógico que este diario de un pintor sea la escenificación de un creciente monólogo, porque un artista de verdad acaba hablando solo y para sí, presentándonos el marco impactante, entre irónico y melancólico, de este constante interrogarse sin respuesta.
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