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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los grandes laureles

Barceloneses:

Salesianos. Interno. De los 9 a los 18 años. No se trataba de años cualesquiera. Fue entre 1959 y 1968. En el dormitorio había 70 niños. En el comedor, 200. En el primer plato, silencio bajo la lectura bíblica. Los domingos, dos misas. Volvía a casa 3 días por Semana Santa, 10 por Navidad y los meses de verano. Lo peor es que era un premio. Los padres eran payeses en Parets del Vallès. Después de tres hijos habían conseguido el excedente suficiente para que uno de ellos estudiara. Era él, Joan Clos i Matheu, y era un premio.

Fue en el mes de mayo de 1968 cuando pasó del infierno al cielo, textualmente. Él no sabía entonces lo que era mayo ni mucho menos el 68. Sólo que había aprobado el preuniversitario, que iba a empezar Medicina y que estrenaba un apartamento en la plaza de la Villa de Madrid. A veces, los primeros días en el cielo, abría los ventanales sobre la plaza fresca y primaveral y le llegaba el olor acre concentrado del cuarto salesiano. Qué felicidad. El valor de las cosas, que se aprecia cuando se han perdido. Aquel mayo, por las noches, empezó a trabajar en el servicio de urgencias del hospital de San Pablo. El turno de noche. Era el primer servicio de urgencias, organizado como tal, específico, que hubo en Barcelona. Ahí estaba don José María de Porcioles inaugurándolo.

Era él Joan Clos i Matheu. Había aprobado preuniversitario, iba a empezar Medicina y estrenaba apartamento en Barcelona

En cuanto lo pusieron en marcha empezó a aparecer por allí la noche barcelonesa y sus desahucios. Gente guapísima. Algunos venían de Bocaccio y lo decían, con una curiosa afectación inolvidable. El servicio iba consolidándose. Lo primero que necesita una noche urbana es un buen hospital y él estaba allí con 18 años salesianos. Entre los enfermos, los más echaban whisky por la boca y algunos restos de anfetaminas. Casi todos suplicaban que no dijeran nada a nadie. Era nuestro 68 y no se podía decir nada a nadie. La solución habitual era inyectarles en la vena un buen trago de vitamina B-12. Los efectos eran inmediatos. La agitación cesaba y el cuerpo se enderezaba súbitamente. Eran jóvenes y se mostraban agradecidos y humildes. El alcohol era el exceso. Alguna noche atendieron algún exceso relacionado también con la botella. Sexual. La ciudad, exceso impresionante. Apenas atendían a mujeres. Las mujeres acompañaban a los jóvenes borrachos y eran las que pedían, insistentemente, que no se llamara a nadie. Las mujeres empezaron a tomar protagonismo algo después. Sobre la década de 1970. Seguían sin beber y aún no se drogaban. Sólo venían al hospital en busca de la píldora Microgynon, diosecillo del placer. Los hechos consumados también los atendía el servicio. Células, madre. Unas direcciones precisas de clínicas londinenses.

Alguien puede ser inmensamente feliz en un servicio de urgencias. Es el juego de la vida. Rondaría la muerte y muchas noches le daría en la cara. Alguien se estrellaría en una moto, y al hospital llegaría lo que quedó y quizá se tratase de alguien muy joven, completamente inesperado. Pero no. Nada. No hay nada de ese género. Sólo ve una niña de 12 años. La había atropellado un autobús e iba a morirse. Pero después de siete horas de quirófano salió viva, aunque amputada.

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Trabajaba hasta las siete de la mañana. Las clases empezaban a las nueve. De haberlo necesitado habría sido complicado dormir. Dormía a trozos. Dormir era una actividad como otras tantas. Se practicaba cuando se podía. El sueño estaba en la parte flexible de la agenda. Es lo que tiene una infancia salesiana. Impone una vida hasta la pura extenuación. Bastantes mañanas al salir de las urgencias iba a despejarse por los jardines del hospital. Era un momento de exaltación sublime. Los castaños y los grandes laureles. El ladrillo rojo de los muros del hospital. Estaba en Barcelona, eso se decía el salesiano, muerto de alegría y de cansancio. Suerte tuvo de aquel jardín y aquellos muros. Porque lo cierto es que vivía en la Barcelona previa a la gasificación generalizada. Gris de smog por no hablar de la moral. Pero esto, que aquél era el color de aquellos años, lo aprendió después. Una lección indiscutiblemente sobrevenida.

No militaba. Puesto que se trataba de la vida, sólo quería vivir. En las urgencias descubrió también la manera postsesentayocho de relacionarse con las mujeres. Hasta aquel momento había tenido sexo salesiano y bailes de verano en los pueblos. Flato. No militaba, pero una tarde en la universidad fue a escuchar al filósofo Manuel Sacristán. Letras gordas anunciaban: "Conferencia de Manuel Sacristán. Estética". Se sentó. Sacristán empezó hablando que no se le entendía en absoluto. Hasta que, inducido por la señal de alguien o por la veteranía de sí mismo, comprobado que no se hallaba el social de la facultad (te felicita la Navidad), empezó a hablar claro. El régimen agoniza.

Todo esto, queda dicho y repetido, sucedió antes de la gasificación y le entró por los ojos. Haciendo cuentas, el adulto ha comprendido que la concreción de la libertad y la intimidad, el plenilunio, adoptó el nombre de Barcelona. La libertad y la intimidad es lo mismo y lo más importante en la vida de un hombre.

Lo que, por si fuera preciso, el alcalde-presidente hace público para general conocimiento.

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