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Reportaje:CUATRO AÑOS MÁS

La grandeza de América

Antonio Elorza

Unidos no habrá límites a la grandeza de América", proclamó George W. Bush en su discurso de celebración por la victoria electoral. Con no menor orgullo, afirmó poco antes que los Estados Unidos se habían defendido y trabajaban por llevar la libertad a toda la humanidad. "Dios bendiga a América", dijo para terminar. Por los resultados, nadie diría que estamos ante un hombre que ha llevado a cabo una pésima política económica, dilapidando el superávit de Clinton, con más paro y mucha más desigualdad, y que por añadidura ha creado un embrollo prácticamente insoluble en Oriente Próximo al invadir Irak sirviéndose de un uso sistemático de la mentira.

Comparación con Milosevic

Bush actúa de acuerdo a la máxima de que Estados Unidos es la nación elegida por Dios para salvar a la humanidad
Para buen número de norteamericanos resulta difícil de distinguir dónde terminan sus intereses propios y empiezan los del resto del mundo

Si un dirigente político como Milosevic pone en marcha consciente e injustificadamente una guerra con decenas de miles de muertos, hablamos de crimen contra la humanidad. En el caso de Bush, sólo su condición de líder del país más poderoso del mundo evita que sea así calificado su ataque contra Sadam Hussein.

Pero los norteamericanos le han votado masivamente, quedando de manifiesto la vigencia en los Estados Unidos, o por lo menos en la mayoría de los norteamericanos, de una visión del mundo que desde el exterior resulta difícil de entender.

Hay que descartar la coartada de los errores de Kerry. En sus tres debates televisivos, el candidato demócrata supo desmontar con elegancia los planteamientos, por llamarlos de algún modo, propuestos por Bush, y de haberse empleado con mayor dureza los resultados serían aun peores. Si Bush alcanzó el triunfo, ello se debió a que su mensaje a ras de suelo conectaba con las limitaciones y los prejuicios de millones de americanos medios, especialmente en las grandes áreas conservadoras del territorio correspondiente a la antigua Confederación y al Medio Oeste. Como tantas veces se ha dicho, debió intervenir a favor suyo la sensación de inseguridad provocada por la guerra de Irak y la desconfianza, debidamente orquestada, ante un relevo en el mando. No basta.

Tipo cerril

A lo largo de la campaña, Bush ha probado hasta la saciedad ser un tipo cerril, incapaz de reconocer error alguno en una trayectoria cargada de ellos. Nada le dicen las críticas apoyadas sobre datos irrefutables. Cuando en el segundo de los debates, alguien del público le preguntó por los posibles errores cometidos durante su mandato, se limitó a aludir a algunos nombramientos. El manto religioso y la profesión de fe nacionalista le eximen de razonar. En particular, entra aquí en juego su adhesión a la Iglesia Evangélica, que desde la segunda mitad del siglo XIX ha venido proporcionando un aura de sacralidad a la idea de que una nación auténticamente cristiana como los Estados Unidos se ve elevada por encima de los demás pueblos, es portadora del Bien y debe imponerse a las fuerzas del Mal, a las que se enfrenta en un escenario apocalíptico. Visto desde este ángulo, y entonado por Bush, el God bless America!, adquiere rasgos siniestros, ya que apunta a un escenario de lucha sin cuartel contra unos enemigos cuyo comportamiento real importa menos que su imputada perversidad. Los atentados del 11-S proporcionaron la justificación para convertir en política semejante creencia, de acuerdo con las pautas marcadas por los teóricos de los think-tanks próximos al presidente: recurso al poder militar, diplomacia enérgica y moralidad en el interior de la sociedad americana.

Todo ello teniendo en cuenta que los intereses de América coinciden inevitablemente con los de la humanidad. Lo acaba de explicar Huntington en ¿Quiénes somos?: "Es la creencia en que los estadounidenses son los elegidos de Dios; es decir, que Estados Unidos es la nueva Israel que tiene la misión, divinamente sancionada, de llevar el bien al mundo". Excelente cobertura para ir a una guerra por el petróleo, aunque la coartada inmediata consista en la exportación de la democracia. El panorama político que presenta el mundo árabe basta para invalidar semejante pretensión, porque los Estados Unidos sólo combaten a aquellos regímenes autoritarios que les son hostiles, en tanto que protegen a los que gobiernan como aliados (casos de Egipto, de Túnez, y sobre todo de Arabia Saudí). La historia del siglo XX prueba que el apoyo norteamericano a la democracia se ha encontrado siempre subordinado a las exigencias de su política exterior como gran potencia, y la forma en que se realizó la invasión es una muestra inmejorable del papel secundario otorgado a la defensa de los intereses del pueblo iraquí.

Democracia a cañonazos

Para buen número de americanos resultan indiscutibles tanto la identificación de los intereses propios con los mundiales, como la licitud de recurrir sin límites a la violencia si aquellos son amenazados. El individualismo posesivo encaja a la perfección con la agresividad imperialista, cargada de buena conciencia, y la destrucción del otro no cuenta, pues las víctimas lo son por su propio bien. La democracia implantada a cañonazos en Irak es un ejemplo de semejante táctica. De paso se busca en apariencia la consolidación de la propia seguridad, convertida obsesivamente en valor principal desde el 11-S. Lo importante, ha hecho ver Bush con éxito, es luchar sin descanso contra el terrorismo, aun cuándo Bin Laden nada tenga que ver con Irak y nunca sea capturado. Cuestionar tales palos de ciego equivale a apostar por la vulnerabilidad de la nación. Cerrar los ojos en el marco de la unión sagrada de todos los americanos, constituye la garantía de la victoria para un país invencible.

La aceptación social de semejante enfoque tiene que ver con dos rasgos propios del desarrollo histórico norteamericano: ante todo, la tensión permanente entre un ideario de libertad y una práctica de opresión, que Carroll y Noble destacaron en su libro Los libres y los no-libres, a partir del momento en que los ideales racionalistas de la Ilustración fueron aplicados a un sistema que reconocía la esclavitud, y en segundo lugar, el hecho de haber sido, también desde sus orígenes, una sociedad de frontera cuya esencia se resume en un proceso continuo de expansión, primero hasta el Pacífico, luego sobre Latinoamérica, por fin a escala mundial. Ambas líneas se unen en la noción de destino manifiesto, que como D. J. Boorstin nos recuerda en Los americanos, surge en 1845 en vísperas de la invasión de Méjico. A la hora de legitimar el permanente impulso expansivo, Dios y los negocios marchan unidos. ¿Por qué van los americanos a rechazar algo tan sagrado, tan patriótico y tan rentable como lo que les propone Bush para Oriente Próximo? ¿Qué atractivo tiene la oferta de Kerry, consistente en articular la propia política con la de otros países? Los intereses económicos del capitalismo norteamericano compiten con los de la Unión Europea. ¿Para qué buscar una convergencia?

Operación costosa

Sólo que la operación ha sido muy costosa, y en sentido estricto, para todo el mundo occidental. Primero, ante la ausencia de una victoria militar sobre los insurgentes de Irak. Y a continuación, por el enorme deterioro de la imagen de Occidente provocado en las opiniones públicas de los países musulmanes.

Parece irrefutable el balance ofrecido por F. Reinares en su estudio sobre el terrorismo islamista: "Lo ocurrido en Irak se parece menos a los efectos de una calculada estrategia de Bush que a un guión previsto y quizá ambicionado por el propio Osama bin Laden". De ahí que el líder de Al Qaeda no olvidara depositar por televisión su voto favorable a Bush en vísperas del 2 de noviembre.

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