Rapsodia en 'blues'
Menos mal que nos queda Nueva York. Hemos perdido en otros sitios, en otros paisajes, en otros interiores, en las profundidades de ese país que construyó la democracia más sólida de Occidente. Sin olvidarnos de la aristocrática democracia de los griegos de antaño, que era otra cosa, que poco tenía que ver con la democracia en América, en el mundo occidental. Hemos perdido los que nos enfrentamos a la guerra, a las mentiras, a la manipulación del miedo, a la manipulación de los medios. Democráticamente, pero hemos perdido. No es la primera vez, tampoco será la última. Algunos, muchos, hace tiempo estamos preparados para quemarnos en la hoguera de las vanidades. Quemados, sí, pero no incendiados. En estos días de cenizas, los perdedores, no seremos polvo, ni siquiera polvo enamorado. Las derrotas son menos cuando somos neoyorquinos. Ni nosotros, ni Vázquez Montalbán, matamos a Kennedy. Pero sí, nosotros, los neoyorquinos de corazón -Vázquez Montalbán, en el espíritu, en el recuerdo a la cabeza de nuestra manifestación y al mando de nuestro manifiesto sentimental- hemos sabido derrotar a Bush. Le hemos vencido desde la digna memoria de una ciudad que sufrió el terror. Desde una ciudad que sabe vivir entre la tragedia y la comedia. La ciudad que volvimos a visitar la noche de la gran derrota en compañía cinematográfica de Woody Allen. La ciudad de su cine; también, una vez más, la ciudad de su última película, Melinda y Melinda. Sí, para estar orgullosos del comportamiento de los habitantes de la ciudad del cineasta, para sentirnos cerca de los hermosos vencidos, de los resistentes contra el fundamentalismo del victorioso Bush, salimos de casa para sentarnos en una butaca de un cine madrileño y reír. Con una ciudad como Nueva York, con unos ciudadanos como los que pueblan, votan, sufren, se enamoran, engañan, cenan o se psicoanalizan en el cine de Allen, todavía podemos salvarnos. Bush nunca ganará esa guerra. No tendrá mayoría en ese universo tan real como una ficción de Allen.
No pasarán. No, mientras en la ciudad que venció a Bush podamos seguir parándonos en el hall de la Grand Central Station y llorar o reír. No pasarán, mientras existan esos bares con fotos llenas de boxeadores míticos que nunca hemos visto pelear. No pasarán mientras se mantenga el espíritu de ese vagabundo ilustrado, de un perdedor optimista que se llamó Joe Gould. No pasarán, mientras recordemos que Elizabeth Smart podía olvidarse de sus lágrimas en ese vientre de la ballena que es el Oyster Bar de la gran estación y beberse un trozo de mar en compañía de un vino de California. No pasarán, mientras la voz de Billie Holiday se siga escuchando en algún bar del Village. No pasarán mientras podamos comprar cigarrillos en el mismo estanco de Paul Auster, el mismo donde fumaban antaño Harvey Keitel y Loud Reed. No pasarán, siempre que podamos seguir cantando alguna canción de Lennon mientras cruzamos el Central Park y nos dirigimos al edificio Dakota.
La ciudad resiste, aunque no tengamos dinero para comprar ningún diamante en Tiffany's, aunque ya no esté mojada Audrey en ningún callejón. Resiste sumando mundos donde se mezclan una rapsodia en blue, el baile de Fred Astaire, las canciones de Cole Porter, las luces de Brodway, la trompeta de Miles Davis, la voz de Sinatra o el desgarro poético de Patti Smith en sus caballos.
La ciudad que dijo no a Bush, la misma que transformó a un poeta llamado Federico, que sirvió los mejores dry martinis a Buñuel, la que recuerda los relatos de Henry James, los himnos del viejo Whitman, las movidas comerciales de Warhol, el rap de los chicos de Harlem o las tiendas de los judíos de Brooklyn. Es una buena ciudad para resistirse a las mentiras.
En la ciudad sin Bush, en la ciudad en blues, los ciudadanos se vuelven a preparar para el frío y la Navidad. El humo sigue saliendo de sus alcantarillas, la Quinta Avenida se gusta con sus ejércitos de compradores, en cada esquina nos tropezamos con algún figurante disfrazado de Papá Noel, en la mesa redonda del bar del Algonquin siguen bebiendo y discutiendo los nietos de Dorothy Parker y los hermanos Marx, los fumadores siguen buscando su rincón en la sombra, el jazz del Village Vanguard se escucha sin humos, las ardillas trepan felices por los árboles de Grammercy Park, los camareros del Soho quieren ser Al Pacino, el desayuno huele a huevos over con bacon, los taxistas tienen coleta y los camareros hablan en español. Está llena de gentes que saben perder.
La ciudad sin Bush no tiene torres gemelas, unos miserables mataron a muchos hombres, rompieron muchos paisajes, pero la ciudad que ha dicho no a Bush, sabe cómo superar la derrota más allá de sus bulevares de sueños rotos, construye quejas con ritmo de rap y sabe bailar sobre la victoria de los mentirosos. Las sombras sobre el río Hudson tienen quién les escriba. La derrota es un trago que se bebe en vaso largo. Alguno, pongamos que hablo de Tom Wolfe, estará encantado brindando con agua mineral en compañía de sus amigos en Bush. Allá él, ellos, con sus cinismos, sus camisas, sus aguas minerales, sus flequillos y su elegancia tan antigua como el viejo nuevo periodismo. No todos podemos ser tan elegantes. Incluso, a veces, no podemos ni ser extravagantes. Hay momentos que preferimos estar con la mayoría, neoyorquina off course. Y sí, confieso que hemos bebido, que hemos brindado fuera de casa, en Madrid, un jueves con aguacero, sin hamburguesas ni coca-cola, y recordando que no toda esperanza está perdida. No, mientras haya ciudades que también saben decir no pasarán. Menos mal que nos queda Nueva York. ¡Qué bien resiste!
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