Teoría de la lata de atún
Mi amigo Pedro me preguntó a bocajarro: "¿Cuántas latas de atún tienes en tu despensa?". Caí en la cuenta de que una rutina de muchos de nosotros cuando vamos de compras es la de volver a casa con dos o tres latas de atún. Siempre va bien para completar una ensalada o para un buen bocadillo. Háganse a la idea de cuántas latas de atún reposan ahora en las despensas de todos los españoles, sumen las de todos los europeos, americanos, etcétera, y les saldrán una barbaridad de millones de latas de atún.
Según la reflexión de Pedro, podríamos utilizar el atún para clasificar la población mundial en tres categorías: 1.700 millones de consumidores de los países ricos con varias latas de atún en nuestras reservas. Otros tantos de aspirantes a esta sociedad de consumo que se alimentan cada día, pero con deseos de consumir más. Y unos 3.000 millones con dificultades para alimentarse: ni latas de conserva, ni tortillas de maíz, ni un cuenco de arroz.
Por increíble que sea, el café da más riqueza a los países importadores que la que deja en manos de los productores
Dicen que el crecimiento económico es el motor del desarrollo, capaz de reducir la pobreza y las desigualdades, pero no sé si eso vale cuando hablamos de alimentos. Desde mi punto de vista, hay por lo menos dos cosas que no me cuadran. La primera es que los alimentos -verdura, pescado, carne, cualquiera que sea su origen- provienen de la madre tierra y por tanto existen límites. Consumir a nuestros ritmos, cada vez más y cada vez cosas más exóticas, origina la necesidad de producir a ritmos que la naturaleza no soporta: las especies de grandes peces -incluidos los atunes de mi amigo Pedro-, con el surgimiento de las industrias pesqueras en los últimos 50 años, han visto reducidas sus comunidades a menos del 10%. Cuestionable es la solución de cultivar atunes en granjas de mar, como se hace en la costa murciana, si para engordar un kilo de atún se requiere ofrecerles 25 kilos de otros peces.
La segunda. Buena parte de lo que hoy comemos en el primer mundo está producido en países del Sur (podemos seguir con el caso de la pesca, que es muy ilustrativo: la FAO informa de que a comienzos de la década de 1950 el 80% de las capturas pesqueras mundiales correspondía a los países industrializados y ahora al menos el 65% proviene de los países en desarrollo) o engordado con recursos del Sur, como son los miles de hectáreas argentinas dedicadas al cultivo de soja que se zampan los animales de nuestras granjas. Además del gasto ecológico de transporte que este sistema alimentario supone, y del que no somos muy conscientes, lejos de generar beneficios para estas poblaciones necesitadas, sólo beneficia a unos pocos. Esto es muy grave ya que dedicar tierras y aguas a la exportación reduce en mucho las posibilidades de autoproducción y, además -como demuestran muchos analistas-, cuanto más lejos viaja un alimento, menos dinero percibe el agricultor y menos circula por la comunidad rural. La exportación de atún o soja, camarones o flores, salmón o espárragos, no es muy diferente de la trágica historia del monocultivo colonial de caucho, café, algodón, azúcar o cacao.
Ya en 1964, la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas informaba de esta realidad: "Por increíble que parezca, el café arroja más riqueza en las arcas estatales de los países importadores que la riqueza que deja en manos de los países productores. En Estados Unidos, el café proporciona a las más de 600.000 personas que lo distribuyen y lo venden, salarios infinitamente más altos que los de
los brasileños, colombianos, guatemaltecos, salvadoreños o haitianos que siembran y cosechan el grano en las plantaciones". Donde dice "arcas estatales" sustitúyanlo por "grandes multinacionales" y estaremos describiendo el paisaje de hoy en día.
La sociedad civil debe reclamar posiciones políticas que ayuden a revertir esta situación, y algunas medidas son evidentes, como reducir las subvenciones que reciben las grandes corporaciones de estos modelos de agricultura y pesca destructiva y apoyar la agricultura campesina y la pesca artesanal de la que depende el 75% de los 3.000 millones citados arriba, los pobres del planeta. También debemos exigir a nuestros gobernantes la puesta en marcha de mecanismos que nos aseguren a los consumidores la información suficiente para saber qué modelo económico apoyamos cuando compramos una cosa u otra; saber que el hecho de que el mundo rico consuma menos y más inteligentemente es ayudar a equilibrar las riquezas del planeta, y saber que tomar según qué decisiones cuando consumimos favorecerá o perjudicará al futuro de las próximas generaciones.
Quizá entonces lo que a mí no me cuadra es cómo se entiende el término desarrollo en la economía neoliberal.
Me gusta más la definición que hace Mario Santi, dirigente del pueblo indígena amazónico Sarayacu. "El desarrollo no se mide por la rentabilidad a costa del territorio y en perjuicio de las futuras generaciones. No es el desarrollo para obtener plata que nos permita comprar una lata de atún a nosotros, acostumbrados a comer zúngaros, bagres, paiches; nuestro desarrollo es desarrollo de todo un pueblo considerando su futuro".
Gustavo Duch Guillot es director de Veterinarios sin Fronteras.
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