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Columna
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Carné de tribu

Sostiene José María Ridao que el rasgo más destacado de la cuestión migratoria no es la cantidad de personas a las que afecta, sino la crisis de los proyectos políticos a favor de la igualdad en las sociedades de acogida. Su reflexión resulta de fundamental importancia. Iniciada en Estados Unidos durante los años cincuenta y sesenta, y trasvasada posteriormente a Europa, la lógica de la igualdad, formulada mediante el lenguaje de los derechos civiles, fue el motor que animó las grandes luchas políticas. Siendo derechos individuales cuya universalización se reclamaba, su reivindicación actuaba como un poderoso mecanismo de cohesión que volvía irrelevantes, desde el punto de vista político y social, las diferencias existentes entre los individuos.

Todo eso ha cambiado: lo que ahora se reivindica es el reconocimiento legal de tradiciones culturales e identidades de grupo, antepuestos incluso a la condición igualitaria de ciudadanos. La lucha por los derechos civiles ha abandonado el plano individual para instalarse en el plano colectivo. Como señala Todorov refiriéndose a los Estados Unidos, "antes los negros peleaban por viajar en el mismo autobús que los blancos; hoy es su propio autobús lo que reivindican". En la nueva lógica de los derechos colectivos el punto de partida de cualquier lucha ha dejado de ser universal para tornarse particular y el horizonte final de la misma ha dejado de ser la igualdad para ser sustituido por alguna forma de asimetría. Por cierto, no culpemos sólo a los nacionalismos sin Estado de esta crisis de la transversalidad integradora; mucho tiene que ver esta deslegitimación de la igualdad con su cuestionamiento radical desde los planteamientos neoconservadores, con su desprecio del papel del Estado como organizador último de la vida en común, incluso contra el mercado.

Y así, con la pretensión de preparar el terreno para un choque de civilizaciones interno, Samuel Huntington sostiene que, a diferencia del tópico, Estados Unidos no es una sociedad de inmigrantes sino de colonos que, tras aniquilar a las poblaciones nativas, fundaron una sociedad caracterizada por una serie de rasgos culturales, que hoy se ven cuestionados por los inmigrantes, en particular por los de origen hispano. En una línea semejante, Giovanni Sartori diferencia entre conquista e inmigración. Según él, todas las supuestas experiencias históricas de encuentro con el otro han sido, en realidad, experiencias de conquista protagonizadas por una Europa que exportaba emigrantes; pero desde hace unas pocas décadas Europa se enfrenta al reto de integrar a inmigrantes que, en muchos casos, vienen de esos mismos países en los que durante siglos nos movimos como conquistadores.

La distinción entre colonos (o conquistadores) e inmigrantes, en cualquier caso, les sirve a ambos para fijar, de forma absolutamente arbitraria, un límite a la apertura y a la transformación de las sociedades: hasta aquí hemos llegado, vienen a decir, y a partir de ahora sólo cabe la asunción de lo realizado. Se trata, por lo demás, de una distinción sumamente peligrosa, que puede volverse en cualquier momento en nuestra contra.

La crisis de las políticas para la igualdad se ha vuelto estructural y, por ello, la gestión democrática de la diversidad amenaza con hacerse imposible. Ya no queremos ser como los demás, sólo aspiramos a ser nosotros mismos. Y así, entre todos, estamos contribuyendo a hacer cada vez más atractiva para cada vez más personas la recomendación que un individuo hacía a otro en una viñeta de El Roto: "¡Déjate de ciudadanías y sácate el carné de tribu, que tiene más prestaciones!" (EL PAÍS, 19 noviembre 2003).

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