Una elección de todos
No sólo se trata de elegir entre un mediocre reconocido, autoproclamado, y un oportunista, vale decir, otro mediocre. Si solamente se tratara de eso, podríamos abstenernos con toda tranquilidad: los que de verdad votan, los ciudadanos norteamericanos, y nosotros, ciudadanos del mundo, que no tenemos derecho a voto, pero que hemos enfocado esta elección como asunto propio, y con razones sobradas. Lo que ocurre es que siempre ha existido en la historia norteamericana una alternancia y hasta una lucha abierta, por etapas dramática, entre la tendencia al aislamiento, a dejar sentir el poder norteamericano en el exterior sin necesidad de buscar alianzas, y una orientación de mayor apertura, más negociadora, de consideración más atenta de la opinión pública internacional. Es una oscilación, un ciclo, un movimiento de péndulo que nunca se ha resuelto del todo y que tiene consecuencias decisivas para los propios norteamericanos. Algunos, con evidente ingenuidad, con exceso de optimismo, piden la elección de un nuevo Franklin Delano Roosevelt. John Kerry está muy lejos, desde luego, de ser un nuevo FDR, como se conoce al presidente Roosevelt en todo el país y sobre todo en los medios universitarios. Ni siquiera, me temo, podría el senador Kerry dar la medida de un John Kennedy o un Bill Clinton. Pero el Partido Demócrata, por lo menos en la época moderna, siempre ha sido más universalista, más inclinado a entenderse con Europa y a buscar consensos generales, menos partidario de la política del garrote, del big stick, que el Partido Republicano, y esto, sobre todo en la coyuntura de hoy, es muy importante. La compañía de Kerry, ilustrada, dotada de una visión de más largo plazo, con personajes como el ex presidente, su mujer Hillary, Al Gore, con apoyos en lo más escogido de la comunidad académica, da garantías mucho más seguras. Hay que recordar aquí que el concepto del brain trust, de la unión de cerebros, fue precisamente una creación de la época de Franklin D. Roosevelt. Era, en otras palabras, la idea de reunir talentos y esfuerzos para tratar de encontrar mejores soluciones colectivas. En lugar de la involución, del repliegue individualista, había un propósito claro de ampliar la democracia norteamericana, de hacerla más participativa. Son nociones simples, elementales y a la vez movilizadoras. Tengo la impresión de que ahora, al borde de una crisis de fondo, de duración imposible de calcular, de consecuencias imprevisibles para los Estados Unidos y para el resto del mundo, estas nociones fundamentales vuelven a estar en el primer plano. La elección presidencial de hoy es la más difícil de las últimas décadas, probablemente la más peligrosa, y gira alrededor de temas en apariencia sencillos, pero absolutamente decisivos: temas políticos, económicos, de seguridad, de la libertad y la modernidad, y que revelan, todos, una especie de vertiente moral.
Buena parte de la opinión interna y una fuerte mayoría internacional, ésta de los ciudadanos del mundo que no votan en los Estados Unidos, pero que sufrirán las consecuencias del voto en carne propia, creen que el comienzo del mal, el error del que podrían derivar todos los demás errores y desastres, radica exclusivamente en la intervención militar en Irak. Es otra idea simple y en alguna medida inexacta, incluso desorientadora. La intervención, por mal concebida que estuviera, liberó al mundo y a los mismos iraquíes de un dictador sanguinario, desprovisto de todo escrúpulo y que había demostrado ya su naturaleza profundamente peligrosa. Aunque no tuviera armas de destrucción masiva en el momento del ataque, estaba dispuesto a adquirirlas y a celebrar alianzas con el que fuera, lo cual no nos permite excluir a Osama Bin Laden. El problema serio es otro: reside en que la invasión se decidió sin respetar para nada la legalidad internacional, sin hacer siquiera un esfuerzo para amoldarse a ella. En este sentido, la entrada en la guerra por los Estados Unidos significó un paso adelante y de difícil retorno en la senda de su aislacionismo tradicional. Antes de eso se podía sostener que las tendencias contradictorias, la de apertura y la de repliegue, los dos extremos clásicos, estaban en algo parecido a un empate. La invasión unilateral, sin apoyo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en contra de los criterios, entre otros países de Francia y de Alemania, fue una ruptura flagrante, un desafío enormemente arriesgado. El sector aislacionista de la sociedad norteamericana llegó más lejos de lo que había llegado nunca y lo hizo sin medir para nada las consecuencias. Esto nos permite pensar que el 11-S produjo un cambio esencial en la historia del país, una transformación radical y que ningún hecho anterior había podido conseguir. Ahora escuchamos decir con frecuencia que el triunfo de Kerry sería el triunfo del terrorismo, que su único retroceso real, tangible, sería la reelección de Bush. Pero el argumento se puede invertir. Se podría sostener que los ataques del 11-S, al desatar una crisis completa del sistema de alianzas de Washington, constituyeron un éxito no bien previsto y terrible de los terroristas. Si pensáramos que Washington es capaz de defenderse solo o con un par de aliados, la conclusión sería diferente, pero los hechos han demostrado que no es así. Y demuestran algo todavía más grave: que el resto del mundo, y aquí figuran los países y los gobiernos que podríamos llamar menos culpables, es más vulnerable hoy frente a la amenaza de los terrorismos nacionalistas e integristas. En la división mundial, en la ruptura durable del sistema internacional, los únicos ganadores serían ellos.
Entender las tendencias contrapuestas, históricas, de la sociedad norteamericana es importante para todos. Se nos olvida que Woodrow Wilson, a la salida de la guerra de 1914, fue uno de los pilares de la creación de la Sociedad de las Naciones, primera gran utopía pacifista del siglo XX, pero utopía que fue llevada, al fin y al cabo, a su realización práctica. Y la Carta de San Francisco, que puso las bases de la Organización de las Naciones Unidas, fue una concepción de Franklin D. Roosevelt y de su gente, continuada e implementada por su sucesor, Harry Truman. ¿Qué significa, entonces, de hecho, esta propuesta de elegir a un nuevo Roosevelt en las elecciones del día de hoy? Aunque sepamos que John Kerry está muy lejos de ser un Roosevelt, la idea de reconstruir la posición de los Estados Unidos en el panorama internacional, la de un nuevo trato interno, la de una presidencia que cuente con asesores ilustrados, no cavernarios, no dedicados asus negocios particulares, no es algo que se pueda descartar sin mayores trámites. Como no podemos leer la mente de los ciudadanos, estamos en un momento de oscuridad profunda. Nadie sabe y nadie está en condiciones de anunciar lo que podría ocurrir. Hay escenarios mejores y hasta mucho mejores que otros. Lo más grave, la amenaza mayor, es que la elección revele y a la vez, junto con revelar, provoque una crisis profunda, quizá terminal, del sistema electoral norteamericano. Si la decisión final queda en manos de los tribunales y si ésta exige semanas enteras de tramitaciones, con participación de centenares de abogados por ambas partes, las perspectivas en todos los aspectos de la vida norteamericana, incluyendo, desde luego, la economía, parecen más bien sombrías.
El gran misterio abierto en este momento es el de los votantes, el de los ciudadanos de a pie, tanto de los centros urbanos como de la América profunda. En líneas generales, se podría decir que los grandes errores terminan por ser sancionados en la política norteamericana, aun cuando la reacción tarde bastante en llegar. El caso de Richard Nixon es un ejemplo notable, y ahora parecería que la conducta política de Henry Kissinger también recibe lentamente su castigo. En todo caso, ya tenemos un indicio excepcional, que confirma el carácter nuevo del proceso: es casi seguro que habrá un porcentaje muy alto de participación en estos comicios presidenciales. Esto va unido a un propósito explícito en diferentes niveles de que no se repita la coyuntura que se produjo en el año 2000 en Florida y que ahora podría repetirse en otro Estado. Todo el mundo quiere votar y casi todos quieren evitar que la elección se convierta en una trampa. Pero nadie se atreve a ir un poco más allá en las predicciones, y hay motivos sólidos para mantener esta incertidumbre. Nadie sabe, en resumidas cuentas, si ganará cierta América profunda, aislacionista, proclive al fanatismo religioso, o los Estados Unidos abiertos, internacionales, wilsonianos y rooseveltianos, para decirlo de alguna manera, que confían en los demás y respetan la inteligencia de los otros. Es un dilema fascinante, sorprendente, inquietante, y parece increíble que se pueda resolver, para bien o para mal, en un solo día de elecciones.
Jorge Edwards es escritor chileno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.