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Columna
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Figuras del aislamiento

El Museo de Bellas Artes de Bilbao muestra más de 200 obras del escultor británico John Davies (Cheshire, 1946), en un completo recorrido que abarca desde sus primeros escarceos, en 1968, hasta nuestros días. De entrada, el espectador se encuentra con una exposición rara, extravagante, atrabiliaria, extraña. Tiene ante sí un sinnúmero de figuras vestidas y desnudas, sobre todo desnudas. Tomado lo visto en conjunto, le puede recordar a la apolillada y vetusta atmósfera de una almoneda, e incluso al momificado ámbito de un museo de cera.

Sin embargo, otra es la realidad del arte de John Davies. Basta analizar cada una de sus fases. Siempre como objetivo único la figura humana, se inicia emulando abiertamente a Giorgio De Chirico y los maniquíes metafísicos de sus personajes. Atraído por el llamado teatro del absurdo, que practican Ionesco y Beckett -lo mismo podía hablarse de Dürrenmatt y Max Frisch-, fabrica figuras vestidas en instantáneas de secuencias escénicas de esos espectáculos. A través del mentado teatro del absurdo o de la incomunicación se hacía una crítica rotunda de la posibilidad de un mundo cognoscible. Esa situación llevada a la plástica de John Davies sigue viva en su línea posterior. Ahora sus figuras se van despojando de ropas. Empieza a picotear por la historia del arte. Le interesan determinadas máscaras de Max Ernst, ciertos ecos de los happenings congelados de George Segal, además de los objetos-esculturas con figuras de mujeres con aspecto de maniquíes de Paul Van Hoeydonck.

Luego viene el universo del circo, con predilección por los acróbatas, y más tarde el descubrimiento, clave en su trayectoria futura, de los bustos romanos, los retratos funerarios de El Fayyum y la estatuaria egipcia. También atrapa ciertos ecos del arte precolombino latinoamericano, al tiempo que se convierte en un ropavejero que colecciona objetos dispares y disparatados (exvotos, maniquíes, estampas y juguetería a tutiplén).

Con sus trabajos nos descubre el aislamiento espiritual y la sensación de la alienación del hombre moderno, tanto como la absurda vacuidad de su existencia. En lo estrictamente plástico no busca las bellas proporciones del cuerpo humano. Prefiere insuflar a sus figuras la quietud de los muertos. Es probable que persiga la posibilidad estética de una antiestética. Siendo un artista raro y extravagante, hay que admirarlo por su persistencia continuada y sin pausa en esa rareza y extravagancia artísticas. Quizá esa persistencia en la figura humana no sea sino un intento por luchar él mismo contra la idea de su propia muerte.

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