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Columna
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Íntimo infinito

Rafael Argullol

Vuelta a Leopardi para leer la traducción catalana, espléndida, de los Canti realizada por Narcís Comadira a lo largo de 18 años. Una versión que sintoniza sorprendentemente con el tono leopardino, un juego musical e idiomático que llamó ya poderosamente la atención a los contemporáneos del poeta de Recanati. Comadira, jugando también con la música y el idioma, recrea en catalán los grandes despliegues de una lengua italiana tremendamente hermosa pero sometida a una tensión casi insoportable. El resultado es una escritura inquietante y vigorosa.

Como inquietante y vigoroso es el propio pensamiento de Leopardi, un escritor que obliga a lecturas sucesivas que a menudo chocan antes de complementarse. Hay un Leopardi, relativamente suave, que encaja a la perfección con el alejado, durante décadas, en los manuales escolares italianos: melancólico, elegíaco, fuerte en la desesperanza, nostálgico de mundos perdidos y extrañamente sabio en un amor que apenas intuyó. Hay, asimismo, sin salir de los Cantos, otro Leopardi duro y trágico, un hombre lanzado a una lucha sin cuartel con la verdad y que está dispuesto a dejar la piel en el campo de batalla. Concebidos desde esta perspectiva, sus poemas son maravillosos alegatos contra el miedo del hombre a traspasar la superficie y verse en las profundidades del estanque. Es esa visión en profundidad la que sostiene la desolada belleza a la que se aferra el Leopardi maduro, si así puede hablarse de alguien casi tan prematuro en sus prodigios como Mozart y que, como éste, murió muy joven, a los 39 años.

Leopardi, de escritura inquietante y vigorosa como su propio pensamiento, es un poeta que obliga a lecturas sucesivas que a menudo chocan antes de complementarse

Es probable, no obstante, que una lectura más detenida de los poemas leopardinos ayude a comprender la unidad de fondo que ilumina su poesía. O quizá sea útil al lector que ya ha entrado en los Cantos -la imprescindible puerta de entrada a la obra de Leopardi- emprender un apasionante rodeo y dejar provisionalmente los poemas para adentrarse en otras dos obras del escritor, las Obritas morales y el Zibaldone, en las que se agita espiritualmente lo que en aquéllos, finalmente, es ya pura destilación de la belleza.

El seguidor de las pistas de Leopardi hallará en las Operette morali muchas de las claves de su pensamiento. Pero es en el Zibaldone, uno de los más raros y excepcionales libros de la cultura moderna, irreductible por completo a los géneros, donde descubrirá cómo se mueve, en su desnuda intimidad, este pensamiento. Ni dietario o autobiografía, ni reflexión filosófica o prosa poética, ni apunte secreto o meditación -aunque todo ello simultáneamente-, el Zibaldone es un monumental ajuste de cuentas del escritor consigo mismo y, paralelamente, la radiografía de una construcción intelectual presidida por un rigor implacable. El autodidacta Leopardi se sirve de este libro que le acompaña durante la mitad de su vida como de una escala que deba conducirle, peldaño tras peldaño, hasta su destino. En él se permite una debilidad inconfesable para alguien que trata de combatir la enfermedad y el infortunio exclusivamente con la fortaleza moral, sin recurrir jamás al reclamo de la compasión, y se permite asimismo una franqueza insólita, no pocas veces derivada hacia una ironía brillante y demoledora.

Es tentador dejarse perder en el denso laberinto del Zibaldone, un extravío que posiblemente otorgará al lector anticipaciones fulgurantes de lo que Leopardi dibujaba para el futuro y que en nuestra época está, más para mal que para bien, suficientemente consolidado. El descubrimiento del Zibaldone y de su despiadada lucidez ha cristalizado una cierta tendencia de las últimas décadas a considerarlo el "auténtico mundo" de Leopardi.

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Es una opción. Prefiero, no obstante, tenerlo por el gran camino de rodeo por el que se retorna a los Cantos, el sendero que conduce a la salida de aquel enorme laberinto de emociones, dudas e ideas que es el Zibaldone. En los Cantos, Leopardi depura su mundo, despojándolo de lo superfluo, al tiempo que contrapone el poder de la poesía a la negrura de sus propios diagnósticos. Esto le proporciona la titánica serenidad de que hace gala en los últimos poemas frente a la brutal desesperación anterior. Una de las mejores muestras del difícil pulso mantenido por Narcís Comadira es, precisamente, su versión de La retama o la flor del desierto, el largo poema de Leopardi que tiene, casi, el valor de un testamento.

Pero, tratándose de Leopardi, ningún poema como El infinito para calibrar el valor de una traducción. El sutil equilibrio puede romperse en cualquier momento en un texto en el que, milagro poético, el infinito se hace familiar, íntimo. La palabra es tan importante como la música, siendo, no obstante, el silencio -los silencios- lo que prevalece sobre tolo lo demás. "Així en aquesta immensitat se'm nega el pensament: i naufragar m'és dolç en aquest mar".

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