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11º CONGRESO DEL PP
Columna
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Un cuento de hadas

Eso fue, de hadas: tuvimos al ogro, encarnado en el cruento Manuel Chaves; a la Cenicienta, una pobre Teófila Martínez de cuya garganta apenas salían las palabras; y, claro está, al caballero andante, un Javier Arenas que parecía hacer campaña para una marca de dentífrico y que pretendía asumir sobre sus hombros la ingrata tarea de matar todos los dragones del reino. El jubileo del PP compartía el Palacio de Exposiciones y Congresos con un evento que atraía a un número mucho mayor de visitantes y que aportaba una gota de ironía a las promesas de renovación del partido: el Salón del vehículo seminuevo y de ocasión. A pesar de que todo el que subió al estrado aseguró que el PP había quedado fresco como una lechuga después del lavado de cara, uno sospechaba que estaba eso, seminuevo y de rebajas.

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Había también niños, por muy terrible que resulte: los dos hijos de Arenas aguantaban estoicamente las peroratas de los colegas de su papi sin saber cómo plegar las piernas sobre aquel sillón espantoso a que les habían condenado. De vez en cuando se ofrecían ocasiones para la distracción, pero pocas; la principal, el pulular de las chicas en camiseta color butano que velaban puertas y pasillos como una guardia pretoriana.

Por demás, el escenario en que se habían distribuido tres mesas con muchas niñas monas, jóvenes viriles y una minoría étnica recordaba vagamente al plató de un concurso de televisión, uno de esos concursos donde un humorista insufrible frota una vez y otra las heridas de la audiencia.

La desvalida Teófila estuvo a punto de hacer un puchero mientras denunciaba cómo el enemigo pretendía expulsarla del espacio democrático usando armas de barrio bajo: lo que no quedó claro es si ese enemigo estaba dentro de su propio partido, para el que ella empieza a parecerse sospechosamente a un trapo; la interrumpieron sin misericordia con una música estruendosa y un revuelo de fotógrafos en cuanto Rajoy se personó en la sala, y a la pobre le costó retomar el hilo. Juan Ignacio Zoido ascendió a la tribuna con aspecto de haber pasado la noche en lugares menos recomendables que un despacho; los ojos insomnes, el vaso de agua que un paje debía rellenar constantemente y el "ambiente embriagador" que respiraba le hacían parecer el superviviente de una despedida de soltero. Había vítores y palmas aquí y allá, algunos misteriosos; cuando Zoido afirmó que este verano había asolado los bosques andaluces un desastre ecológico mucho mayor que el del Prestige, alguien aplaudió con fervor, no sé si al fuego o a un desastre ecológico tan bien conseguido.

Por fin el cuento iba aproximándose al nudo, eso que todos aprendimos que se encuentra entre presentación y desenlace. El aforo, que hasta el momento había dado indicios de languidez, creció apresuradamente y los sillones de la prensa se vieron rodeados de devotas de Ana Rosa Quintana que aplaudían con todo el oro de sus pulseras. Un video hagiográfico sobre su trayectoria política y su hechura de galán precedió a la comparecencia de Javier Arenas, que reinventó, corrigió y aumentó el concepto de tedio: dijo que Andalucía estaba aburrida y acertó, por lo menos en lo que competía a la parte de Andalucía que llenaba el anfiteatro. Compadecí a los pobres cubanos que tienen que ingurgitar interminables discursos bajo el mediodía caribeño. Rajoy cerró el acto con acusaciones de mentiroso a Zapatero, muy educadas, eso sí, y se disculpó por emplear expresiones soeces como "poner de vuelta y media". Pero ya eran casi las dos de la tarde, los estómagos suplicaban una tregua y los bostezos sugerían que no sólo de meterse con el gobierno vive el hombre. Al final hubo himno y todo, que la gran mayoría de la concurrencia dejó pasar de largo sin abrir la boca, y colorín colorado el cuento se había acabado. Por suerte.

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