Juegos de la memoria
No lo puedo evitar. Día a día, desde aquel 11 de septiembre de 2001 en que el terror descendió sobre los Estados Unidos, he tenido que evocar una y otra vez a Chile y a su dictadura. Hay algo brutalmente familiar en la reacción de los norteamericanos ante la catástrofe. Sí, todo eso yo lo había vivido: la retórica ultra-patriótica, la militarización de la sociedad, el modo en que se impugnaba la más leve voz crítica. Sí, todo eso era tristemente reconocible: "You're with us or against us" ("Estás con nosotros o estás en contra"), la seguridad nacional como justificativo para cualquier exceso en el exterminio de un enemigo esquivo.
¿Quién hubiese imaginado la posibilidad de que en los Estados Unidos, con su poder judicial tan autónomo, miles de hombres podrían ser detenidos en el silencio de la noche -la mayoría debido a que eran musulmanes y extranjeros- sin que se los sometiera a un juicio, sin que siquiera alguien admitiera su captura? ¿Quién se hubiese atrevido a sugerir que existirían algún día desaparecidos en la patria de Jefferson y Lincoln? Y la tortura, las discusiones sobre cuándo podría ser legítimo emplear ese tipo de violencia para proteger a una comunidad amenazada, y suma y sigue; luego supimos de su uso habitual en Guantánamo y Afganistán; y las obscenas fotos de Irak, revolviéndome, devolviéndome a las imágenes de mi propio país, los ecos dolorosos de mi Chile.
Lo peor de todo, sin embargo, fue contemplar la lenta erosión del compás moral de los Estados Unidos, la indiferencia de tantos norteamericanos ante el sufrimiento ajeno, la aceptación indolente de que no importaba si la guerra contra el terrorismo iba a matar a muchas víctimas inocentes, la automática demonización del enemigo como respuesta majadera a los ataques. Esa insensibilidad, ese desapego, me producía más miedo que los asaltos criminales contra Nueva York y Washington, me iba susurrando que tal vez, después de todo, el Chile de Pinochet no estaba tan lejos de los Estados Unidos.
Cada mañana leía las noticias en mi hogar en Carolina del Norte y cada mañana me sentía sobrecogido por el mismo vértigo. ¿Podría la plaga de la represión que yo había registrado en Chile repetirse otra vez más en este país del norte donde me había refugiado? ¿Era de veras tan fácil corromper a la democracia de los Estados Unidos? ¿Podían sus ciudadanos, presos del temor, ser manipulados tan descaradamente? La respuesta es que no, no va a ser, de hecho, tan fácil torcer el destino del pueblo norteamericano. A lo largo del último año, dondequiera que yo haya ido en este país, he descubierto un asombroso espíritu de resistencia, una ciudadanía movida por la esperanza y no por el espanto, una ola de activismo múltiple y creativo y plural que yo no había experimentado desde..., bueno, desde el año 1970, cuando mi país eligió como presidente a Salvador Allende, ese año en que mis compatriotas pacíficos y enardecidos proclamaron a los vientos de la historia que era posible construir el socialismo usando la democracia, que no era necesario aterrorizar ni perseguir a nuestros adversarios para liberarnos de la opresión.
Si la actual campaña presidencial norteamericana me recuerda aquel momento revolucionario en Chile, no es debido a que, tres décadas más tarde, confunda yo a John Kerry con Salvador Allende ni crea que George W. Bush sea un clon de Augusto Pinochet. Lo que sí flota en el aire de los Estados Unidos hoy es una temblorosa prefiguración del mismo tipo de entusiasmo que enarbolamos nosotros en Chile, la misma convicción de que la historia pertenece a los seres humanos que se atreven a imaginar un futuro alternativo. No tenemos para qué aceptar el mundo tal como lo encontramos al nacer. Es el mensaje que hace muchos años atrás fue entonada en Chile por una multitud de campesinos hambrientos, que exigían que se les entregara la tierra que habían estando labrando durante anónimos siglos. Y es un mensaje vuelto a transmitir hoy por millones de afanosos internautas del Moveon.org en los Estados Unidos y de que se hacen eco incontables militantes de una vasta coalición progresista que es mucho más extensa que aquella que se armó para protestar contra la guerra de Vietnam en los años sesenta y que demuestra, además, una madurez que faltaba en esa época.
En el Chile de ayer como en los Estados Unidos hoy, una idéntica certeza: la historia es nuestra, como lo dijo el metal tranquilo de la voz de Salvador Allende desde la Moneda antes de morir, y la hacen los pueblos. Lo que no puedo saber, en cambio, es si este nuevo activismo social norteamericano posee la misma persistencia o profundidad de la movilización chilena. Nos tardó casi un siglo de lucha elegir a Salvador Allende como nuestro presidente, y cuando fue derrocado en 1973 -¡un 11 de septiembre!- seguimos combatiendo durante 17 años hasta librarnos de la dictadura. No decidimos darnos por vencidos en la triste madrugada del 12 de septiembre.
La verdadera prueba para los habitantes de los Estados Unidos vendrá, por tanto, el 3 de noviembre, el día después de que George W. Bush repte de nuevo al poder o John Kerry llegue a la Casa Blanca. Será en ese momento que los millones de hombres y mujeres norteamericanos que se han movilizado con tanto fervor habrán de enfrentar el dilema más crucial de su existencia. ¿Volverán a sus hogares, a la vieja apatía y displicencia, o han comprendido intensamente que, cualquiera que sea el ganador de la elección, dependerá de cada uno de ellos, uno por uno y todos juntos, si su país será diferente del Chile de Pinochet? La batalla por el alma de la tierra natal de Martin Luther King apenas acaba de comenzar.
Ariel Dorfman es escritor chileno. Su último libro es Memorias del desierto.
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