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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

¿Qué convenciones de Ginebra?

Por su fidelidad a los acontecimientos, Obediencia debida (Chain of Command) es el mejor libro que podemos leer sobre por qué Estados Unidos pasó de dirigir una coalición internacional, unida por el horror de los ataques del 11-S, a luchar solo en Irak y, en Abu Ghraib, a violar los derechos humanos que dijo haber venido a reinstaurar. Según Seymour M. Hersh, cuyas revelaciones esta primavera sobre el escándalo de Abu Ghraib han igualado el impacto de su denuncia sobre la historia de My Lai en 1969, este fatal declive fue un efecto directo de las decisiones presidenciales tomadas mucho antes del combate en Irak.

La guerra contra el terrorismo comenzó como una defensa de la ley internacional, aportando a Estados Unidos aliados y amigos. Pronto se convirtió en una guerra que incumplía dicha ley. En una orden secreta fechada el 7 de febrero de 2002, el presidente Bush declaró, como dice Hersh, que "en lo relativo a Al Qaeda, la aplicación de las Convenciones de Ginebra se dejaba a su criterio". Según los memorandos de los departamentos de Defensa y Justicia y el departamento legal de la Casa Blanca, que, como describe acertadamente Anthony Lewis, "suenan como el consejo de un abogado de la mafia a un padrino sobre cómo... evitar ir a la cárcel", Bush desligó unilateralmente la guerra contra el terrorismo del régimen legal internacional que establece los criterios para el trato y los interrogatorios a prisioneros. Abu Ghraib no fue obra de unas pocas manzanas podridas, sino la consecuencia directa, afirma Hersh, de "la confianza de George Bush y Donald Rumsfeld en operaciones secretas y el uso de la coacción -una retribución basada en el ojo por ojo- en la lucha contra el terrorismo".

OBEDIENCIA DEBIDA

Seymour M. Hersh

Traducción de Isabel Murillo Fort y Luis Murillo Fort

Aguilar. Madrid, 2004

433 páginas. 19 euros

El recurrir a torturas también provino de las fantasías de la Administración sobre la liberación de Irak y su incapacidad para prever la resistencia iraquí. Una vez que esta resistencia comenzó a cobrarse vidas estadounidenses durante el verano y el otoño de 2003, la Administración consideró que debía soltar a los perros (literalmente) en Abu Ghraib. La tortura y la humillación pasaron a ser la respuesta alternativa a la imprevisión del plan de ocupación. A lo mejor Bush olvidó prever la resistencia iraquí, pero Sadam Husein no. Según Ahmad Sadik, un general de brigada en inteligencia de señales de las Fuerzas Aéreas iraquíes, al que Hersh entrevistó en Damasco en diciembre de 2003, Husein había "urdido planes para una insurgencia generalizada en 2001, poco después de que la elección de Bush llevara al poder a muchos de los políticos que dirigieron la guerra del Golfo en 1991", y almacenó armas ligeras por todo el país. Se crearon divisiones de la insurgencia bajo el mando de Izzat al Douri y Taha Yassin Ramadan, lugartenientes de Husein. Si eso es cierto y si, como Sadik dijo a Hersh, fue entrevistado por el servicio de espionaje estadounidense tras la caída de Bagdad, es realmente increíble que la Administración no viera venir la insurgencia.

Ahora contamos con dos

versiones principales del camino a la guerra en Irak: Obediencia debida, de Hersh, y Plan de ataque, de Bob Woodward. Hersh es el anti-Woodward. Woodward es el escribano oficial del sanctasanctórum y su acceso -a Bush, Cheney, Rumsfeld y Powell- confiere a su versión una autoridad real, pero a cambio de un precio. En el mundo de Woodward todo es como los mandatarios dicen que es. En el mundo de Hersh, por el contrario, nada de lo que la élite política considera cierto lo es realmente. Seymour Hersh sería persona non grata en ese sanctasanctórum, porque, a diferencia de Woodward, no siente ninguna inclinación por seguir el dictado de los presidentes. Si Hersh carece de accesos privilegiados, lo suple con unos recursos sin parangón en la burocracia de Washington.

Obediciencia debida es una galería llena de ecos poblada por fantasmas: un "antiguo embajador de Estados Unidos en Oriente Próximo me contó"; "un alto mando militar retirado recientemente... dijo en aquel momento", "un alto cargo del servicio de espionaje asimismo apuntó". Hersh no sólo tiene fuentes en Washington, sino también en Siria, Turquía, Pakistán e Israel. En su introducción, David Remnick, editor de The New Yorker, donde Hersh escribe, asegura a los lectores que las revelaciones de Hersh están verificadas por los directores de la revista. El problema no es tanto la precisión, creo, sino a qué programa puede estar favoreciendo Hersh sin querer. ¿Hablan con él los agentes de la CIA para encubrir los lamentables errores de la agencia? ¿Le está intoxicando la gente del departamento de Estado porque está claramente fuera de juego en las decisiones clave?

Hersh ha vertido todas sus dudas y rabia sobre la política que se les encomendó ejecutar. Junten a Woodward con Hersh y se abre un abismo que divide la visión de la élite con poder de decisión sobre el camino a la guerra (ideológico, impoluto, rotundo y claro) y la visión de los soldados de a pie (caótico, incompetente, confuso y en ocasiones descaradamente inmoral). El informe de Hersh no es impecable: no llegó a concretar, por entonces, hasta qué punto eran erróneos los informes de espionaje sobre las armas de destrucción masiva, y en los primeros días de la invasión se permitió aceptar la idea generalizada de que Estados Unidos quedaría empantanado por falta de tropas. El problema resultó ser no la ejecución de la fase de combate, sino la falta de preparación para la fase de ocupación.

En algunos momentos, el lector se pregunta: ¿cómo controlaría Hersh los abusos que saca a la luz tan reveladoramente? Tomemos como ejemplo el caso del ataque con mísiles Hellfire contra el líder de Al Qaeda llamado Qaed Salim Sinan al Harethi mientras se dirigía hacia Yemen en coche. Hersh habla con evasivas, admirando la precisión del ataque pero sin plantear la pregunta difícil: si existe tecnología para eliminar a un cuadro terrorista genuino y correctamente identificado, ¿cómo se puede mantener la práctica sometida a control legal para que el asesinato selectivo no degenere en un programa similar a la Operación Phoenix en Vietnam?

Al final del libro, Hersh con

fiesa que todavía no ha captado toda la historia. "Desconocemos muchas cosas de esta presidencia y quizá nunca las sabremos", escribe. "¿Cómo lo han hecho? ¿Cómo han logrado salirse con la suya ocho o nueve neoconservadores que creían que la guerra en Irak era la respuesta al terrorismo internacional? ¿Cómo desviaron y pospusieron antiguas prioridades y políticas estadounidenses con tanta facilidad? ¿Cómo superaron la burocracia, intimidaron a la prensa, engañaron al Congreso y dominaron al Ejército? ¿Tan frágil es nuestra democracia?".

Sí, así de frágil es nuestra democracia. La separación de poderes no está funcionando. Con algunas encomiables excepciones el Congreso no sometió el caso de la guerra a un escrutinio crítico. Los tribunales fueron demasiado condescendientes con la autoridad presidencial y sólo ahora, con la reciente decisión del Tribunal Supremo sobre los derechos de los combatientes enemigos en Guantánamo de que "el estado de guerra no es un cheque en blanco para el presidente", han comenzado a recuperar algunas de sus prerrogativas. Y durante la campaña bélica, tampoco la prensa, Hersh incluido, sometió el alegato de la Administración sobre armas de destrucción masiva al escrutinio crítico que pedía a gritos. Les tomaron el pelo y a nosotros también.

Sin embargo, lo que hemos aprendido desde entonces sobre la guerra secreta librada en nuestro nombre y para nuestro descrédito, se lo debemos a los periodistas, principalmente a Hersh. Su libro nos recuerda por qué el periodismo duro y escéptico es tan importante: nos ayuda a ser libres.

Traducción de News Clips.

Preso iraquí frente a un soldado estadounidense en la cárcel de Abu Ghraib.
Preso iraquí frente a un soldado estadounidense en la cárcel de Abu Ghraib.AP

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