El vicio de la soledad
El uso dogmático que se ha hecho de la fotografía ha obligado a un buen puñado de autores -artistas y teóricos, antiguos y modernos- a considerar la supremacía estética como algo inherente a la realidad. La esquina más retratada del mundo -una inmensa plancha mirando al infinito (el Flatiron building de Stieglitz)-, la arrogancia erótica de los desnudos masculinos de Mapplethorpe o el esteticismo que impregna la jerarquía de males sociales en la abismal relatividad de Sebastião Salgado nos condenan a un perspectivismo que sólo es posible por la agobiante (hiper)realidad que alivia los inoportunos deseos de voluntad y conocimiento.
El conocimiento como poder consciente, como reacción a la elocuencia y regocijo de la belleza, tiene un solo vicio, la soledad. ¿No enloquece Alonso Quijano para expiar nuestra miserable buena disposición a aceptar la realidad? Si hablamos de imágenes, la originalidad de Robert Frank se traduce en un ojo/yo (Eye/I), que es a la vez inteligencia y su profundidad de sentimiento. Pocos artistas han sabido como él preparar el medio fotográfico para la expresión artística, a base de desconfiar de la realidad, como si ésta reprimiera algún secreto. Viendo la exposición que la Tate Modern le dedica como corolario sufriente a toda una vida de pugilato con la memoria, uno descubre al artista faro, cuyos destellos han iluminado el trabajo de tantos jóvenes, y aun de sus contemporáneos, pues en Robert Frank (Zúrich, 1924) vemos el arte europeo de Dieter Roth y Richard Hamilton, pero también la sabiduría doméstica, tan suiza, de Fischli & Weiss, y, cómo no, al epígono americano de Walter Evans y del Stieglitz menos estetizante y más independiente de la tradición visual. Todo ello hace que debamos analizar su trayectoria más de acuerdo con sus propios términos de artista visual y saludar esta muestra por la sobriedad y astringencia de su poesía, su serenidad a la hora de mostrar el dictado de su locura y su habilidad al convertir en legendarios a los secundarios de su país de acogida, y que plasmó en su serie más celebrada, The Americans.
ROBERT FRANK
'Storylines'
Tate Modern. Milbank. Londres
Hasta el 23 de enero de 2005
Patrocinado por Deutsche Börse
Habría que considerar Storylines, comisariada por Vicente Todolí, la exposición definitiva de Robert Frank, con todos los agregados que implica la calificación, y el punto y final de aquella exhibida en 1985 en la sala Parpalló de Valencia, firmada por el propio Todolí (Robert Frank, Fotografías/Films, 19481984) y que se completó con la realizada en 2001 en el Reina Sofía, lo que significa que tras las muchas exhibiciones de su trabajo, desde la primera en el MOMA (1962), que hicieron visible la efusión de un talento puramente fotográfico, aunque muy versátil, Storylines defiende ahora al ojo cinematográfico en una serie de 150 imágenes y 5 películas, coleccionadas, combinadas, escogidas, enmarcadas y filmadas, como resultado de los sueños de un hombre que se propuso cultivar sus propios depósitos familiares y las memorias suprimidas de las gentes que visitó y con quienes convivía, en la Norteamérica profunda, que atravesó de parte a parte a mediados de los cincuenta por encargo de Harper's Bazaar, Latinoamérica, Asia y Europa.
Todolí ha diseñado un recorrido circular, que comienza con las pruebas fotográficas realizadas para el libro The Americans, publicado en 1958, 11 años después de su llegada a Nueva York. Dispuestas en 12 series, en el orden en que fueron tiradas y como si fueran secuencias fílmicas, permiten conocer su modo de trabajo, su incansable búsqueda de lo esencial y su deseo de combinar autobiografía, emoción y crudo realismo. Para Robert Frank fue duro comprobar que ese cóctel resultaba explosivo para el consumo de las masas que empezaba a asomar en la sociedad americana, así que decidió abandonar la práctica fotográfica, a la que no volvió hasta 1970, para dedicarse al cine. Se exhiben el ya clásico Pull my Daisy (1960), narrado por Jack Kerouac, Conversations in Vermont (1969), The present (1998) y True Story (2004). La serie titulada Memory for the children (2001), que comparte espacio con sus americans, muestra imágenes que se mezclan con palabras (Leaving home, Coming home). A partir de ahí, la película de toda su vida, que descubre su parte más pulsional como artista. Él mismo se definía como un "action painter".
Se han incluido imágenes de su viaje a Perú, narrado en un cuaderno de viaje, al estilo de un rebelde beat, de su esposa June Leaf y sus hijos, ya desaparecidos, Pablo y Andrea; del París romántico, del Londres de la City, pero también del dickensiano. Las series de Careau, donde retrata la vida de un minero de Nueva Gales; Detroit, 1955, y Chicago Democratic Convention, 1956, el deep south (1987), y finalmente, el Frank menos estilizado, en sus instantáneas desde los autobuses de Nueva York (1958) y en sus polaroids (19712000), algunas impresas con técnicas digitales, que realizó en su estudio en Mabou (Canadá). El artista octogenario pasa delante de nuestros ojos convencido de que memoria y presente se deshacen en un dripping como sangre en un espejo. Escribe sobre una fotografía: "Fear, no fear", "Sick of goodbys". ¿Será la imagen del fin del sueño americano?
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