Doce años después, Kioto entra en vigor
El futuro del planeta es hoy un poco menos preocupante que hace una semana. La ratificación por el Parlamento ruso del Protocolo de Kioto para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero asegura los apoyos mínimos necesarios para su entrada en vigor. Dicho protocolo, firmado en 1997 como resultado de un acuerdo alcanzado en la Cumbre de Río, en 1992, es una primera respuesta frente al cambio climático provocado por el aumento de los gases producidos por el uso de combustibles fósiles.
El protocolo afecta a los países desarrollados y prevé para el año 2012 una disminución global del 5,2% respecto de las emisiones registradas en 1990. Los porcentajes de reducción se aplican, según baremos, por países y regiones. La Unión Europea se compromete a rebajar sus emisiones en un 8%, mientras a Rusia le basta con no sobrepasar los niveles de 1990. Para que el protocolo entre en vigor, es decir, para que se pongan en marcha los mecanismos sancionadores y de control, así como para que se abra el mercado de emisiones, se estableció un mínimo de 55 países firmantes que sumaran en conjunto al menos un 55% de las emisiones correspondientes a los 39 países concernidos por el acuerdo. El límite de países ha sido ya sobrepasado con creces, pero el de las emisiones de los firmantes necesitaba imperiosamente la ratificación de Rusia, una vez que Estados Unidos se había negado a asumir el protocolo.
Sumar a Rusia no ha sido fácil. Es verdad que el nivel actual de emisiones en Rusia es muy inferior al de 1990, por lo que dispone de un amplio margen de derechos de emisión no consumidos que puede vender a los países que tengan dificultades para atenerse a sus compromisos nacionales. Pero una parte importante de los poderes políticos y económicos consideran que, de aquí a la fecha tope (2012), las emisiones volverán a incrementarse debido al crecimiento del PIB, muy ligado, con los mecanismos industriales convencionales, al aumento en el consumo de energía. Y se han opuesto a su ratificación argumentando que las limitaciones impuestas por el protocolo podrían dañar su horizonte de crecimiento económico en los próximos años. Finalmente, la presión de Europa y su apoyo a la entrada de Rusia en la Organización Mundial de Comercio, algo que las autoridades rusas consideran prioritario, ha inclinado la balanza y el partido de Putin ha impuesto su mayoría en la Duma.
El Protocolo de Kioto es un primer paso, todavía tímido, en la regulación global de la contaminación atmosférica. Sus objetivos, si se alcanzan, no harán más que ralentizar el ritmo de dicha contaminación, pero para revertirla habrá que ir más allá. Además, el irresponsable rechazo a su ratificación por parte de Estados Unidos, que es el primer emisor de gases de efecto invernadero, limita todavía más el alcance de sus objetivos. Por otra parte, los países en vías de desarrollo no están afectados por el protocolo, puesto que su nivel de emisiones per capita es mucho menor que el de los países más ricos y no han contribuido a crear el problema al que hoy nos enfrentamos. Ésta es una nueva limitación, porque algunos de estos países, como China e India, son muy poblados y están en plena expansión industrial, con lo que sus emisiones están aumentando considerablemente. Parece indudable que sucesivos desarrollos de los acuerdos de Kioto deben involucrar a este grupo de países y, desde luego, incorporar a Estados Unidos a su disciplina.
Pese a todo, la importancia simbólica del protocolo no se puede desdeñar. Se trata de un intento de regulación global en un ámbito, el de las emisiones de gases procedentes del uso de combustibles sólidos, que afecta a todos los aspectos de la actividad social: la economía, la energía, el transporte, la edificación, el consumo doméstico y otros, por lo que su cumplimiento implicará cambios profundos en los hábitos de vida. De ahí que la ratificación de Rusia y su definitiva entrada en vigor suponga un hito, que no se debe minusvalorar, en la prevención de riesgos medioambientales globales, algo que será cada vez más frecuente, y más necesario, en la gestión integrada de los recursos del planeta.
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