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Columna
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Chinos

Maragall en China. Podría parecer el título de una historieta de aventuras, como las de Tintín. En las fotografías y las imágenes de televisión, el presidente de la Generalitat sonríe y ofrece su país para servir de puerta de entrada a inversiones y acuerdos bilaterales. A su lado, el líder de la oposición, Artur Mas, que le acompaña, pone cara de pensar que existen mejores maneras de vender Cataluña que las que propone Maragall, tan risueño como el chino que les recibe. Las pocas veces que he tenido ocasión de relacionarme con un ciudadano chino me ha resultado difícil saber si era realmente chino, y entenderlo. Es un sentimiento recíproco, que fomenta la sonrisa nerviosa de los interlocutores. Si intentáramos hablar cualquiera de los varios idiomas que se usan en China tampoco nos entenderían.

El primer chino de mi vida fue Mao Zedong. En los retratos del Gran Timonel que circulaban por los ambientes politizados de la década de los sesenta, el dictador lucía una verruga de bruja en la barbilla, antecesora de la mancha que, años más tarde, popularizaría la sufrida calva de Mijaíl Gorbachov. De aquellos tiempos conservo una de las múltiples ediciones del Libro Rojo, cuyo título es Citas del presidente Mao Tsé-Tung. La edición, en castellano e impresa en Pekín en 1966, empieza con la siguiente proclama: "¡Proletarios de todos los países, uníos!". Durante el viaje de Maragall, sin embargo, tanto los chinos como los catalanes parecían más interesados en la unión de los empresarios que de los proletarios, un síntoma de hasta qué punto han evolucionado el maoísmo y el socialismo.

El libro suma 330 páginas de citas, a cual más plasta, sobre las circunstancias de la historia, la política y la economía. La única frase subrayada, supongo que tras un subidón de radicalidad, es la siguiente: "Debemos apoyar todo lo que el enemigo combata y oponernos a todo lo que enemigo apoye". Mao Zedong soltó semejante pensamiento en una entrevista que le hicieron en 1939. Al releer el libro, vuelvo a tropezar con auténticas perogrulladas, como por ejemplo: "Podemos aprender lo que ignoramos". O con perlas propagandísticas de opinable gusto: "El comunista debe ser sincero y franco, leal y activo, poner los intereses de la revolución por encima de su propia vida y subordinar sus intereses personales a los de la revolución". China, pues, tiende al aforismo, e incluso la web de Casa Asia incluye, a modo de presentación, una reflexión de Lin Yutang: "Un hombre educado es el que tiene los amores y los odios juntos". La satisfacción de la delegación catalana en China, que ha sufrido una repentina pasión por el hockey sobre patines, desmiente parte del contenido de estas citas. Los tópicos se mantienen pero, por suerte, se pueden comprobar sobre el terreno algunas costumbres locales. Por ejemplo: cuando descuelgan el teléfono los chinos no dicen "digui digui", sino "wei". En algunos ministerios hay camas plegables para que los burócratas puedan cumplir con el sagrado ritual de la siesta. Conviven con aparente normalidad apuestas clandestinas, ejecuciones públicas organizadas por el Gobierno, un crecimiento económico que incumple casi todas las normativas defendidas por los sindicatos, y la población considera saludable soltar ventosidades, eructos y escupir. Muchas de estas cosas las cuenta Philippe Paquet en su recomendable L'ABCédaire de la Chine, un libro muy útil para ir familiarizándose con esa realidad que, según todos los pronósticos, acabará influyendo en nuestras vidas en un futuro próximo. La duda es si seguiremos teniendo tantos problemas para comunicarnos con las herméticas camareras de los restaurantes chinos.

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