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Aproximaciones | CRÓNICAS
Columna
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Desmontando a Jacques

José Luis Pardo

EN 1981, Jacques Derrida, que siempre fue el más viajero de la generación de gigantes filosóficos a la que pertenecía (Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard, Michel Serres, etcétera), se encontraba de visita en los Países del Este de Europa. Allí es arbitrariamente detenido y humillado. No es, para él, una experiencia totalmente nueva. De niño, había sufrido en Argelia las consecuencias de la persecución contra los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. A su regreso a París -había heredado el legado de la nueva vanguardia intelectual, liderada por Althusser, Lévi-Strauss y Lacan, que desplegó sus armas contra el "humanismo", considerado como la peste reaccionaria que impedía el progreso del pensamiento-, se confiesa preso en una perplejidad aporética: alguien que ha dedicado la totalidad de su esfuerzo intelectual a combatir el "humanismo" se encuentra, de pronto, enfrentado al hecho desnudo de tener que apelar a los derechos del hombre para defender su dignidad lesionada. Declara entonces su voluntad de no "superar" esta paradoja, su deseo de atenerse a la condición barroca de quien se siente, al mismo tiempo, heredero de la Ilustración y de sus más feroces e implacables críticos. Todo su proyecto filosófico está atravesado por la tensión de esta enorme dificultad, para algunos una insalvable contradicción autodestructiva, para otros el núcleo vital de su originalidad. "Mi problema, o mi suerte", decía, "lo que constantemente me empuja a reflexionar sobre la herencia, es que pertenezco a muchas filiaciones... siempre hay más de un padre y más de una madre".

Derrida comenzó su andadura filosófica en una coyuntura -la de la década de 1960- dominada aún por la retórica de la agresividad militante, que exigía en consecuencia la formulación inflexible de programas: Foucault practicaba la arqueología del saber, otros el estructuralismo, Deleuze y Guattari proclamaron después el advenimiento del esquizo-análisis... y Derrida declinaba entonces el sustantivo gramatología, antes de que el término "deconstrucción" comenzase a hacer la inmensa fortuna que luego ha acumulado. La cuestión, para todos, era doble, y arrastraba esa ambigüedad a la que acabamos de referirnos: todos ellos eran "modernos" y "progresistas", legatarios de la revolución ilustrada y de sus encarnaciones políticas y morales; pero todos ellos sentían que, por algún motivo, esa revolución que había llegado a realizarse hasta sus extremos más radicales en el terreno de las artes gracias a las vanguardias, no había tenido el impacto correspondiente en otros órdenes, especialmente en el de la filosofía, a quien la fenomenología y la filosofía analítica, por una parte, y el marxismo, por la otra, mantenían vinculada a un cierto "clasicismo" y a un cierto "dogmatismo" que resultaba, a sus ojos, anacrónico y conservador. Nietzsche desempeñó, en este contexto, el papel de "catalizador" de una ambición subversiva, renovadora y "vanguardista" que no hallaba satisfacción en los modelos vigentes de trabajo filosófico o de legitimidad del intelectual y que exigía un cuestionamiento más profundo, un cuestionamiento que, en la órbita nietzscheana, afectaba a toda la tradición filosófica y que, en el caso de Derrida, remitía a una insistente subordinación de la escritura a otras instancias más puras (el habla, el pensamiento, la subjetividad) de las cuales ella sería únicamente sierva, y no siempre leal.

Pero, como ocurrió con esas vanguardias artísticas que funcionaron algún tiempo como un modelo implícito (los libros de Derrida siempre tienen algo de obras de vanguardia), la profundización de la rebelión moderna comportó también una sublevación contra la modernidad y un redescubrimiento de las tradiciones que la Ilustración había contribuido a oscurecer y que ahora, como sucede con las cuestiones de identidad cultural, emergen en toda su virulencia junto a los problemas "clásicos" de justicia social, pero como irreductibles a ellos. El carácter internacional que muy pronto adquirió la obra de Derrida -su divulgación en medios estéticos (especialmente las escuelas de arquitectura) estadounidenses y su rápida implantación universitaria, por tratarse de un procedimiento especialmente adecuado para el tratamiento de esas "nuevas cuestiones" para las cuales las instituciones democráticas consolidadas carecían de respuesta- tuvo, sin duda, el inconveniente que él mismo no tardaría en denunciar de convertir la deconstrucción en una palabra-fetiche de la cultura mediática y en un método, cosas que de ningún modo aspiraba a ser, pero también obligó a su responsable a conocer hibridaciones, a mantener debates y a asumir posturas que otros miembros más "enrocados" de su generación hubieran sido incapaces de soportar, y que han supuesto un enriquecimiento objetivo de las prácticas intelectuales.

La deconstrucción, hi-

ja de muchos padres, no puede conformarse con el gesto simple y radical de rechazar una herencia sin aceptar otra que, en el fondo, es la misma: todo su trabajo sobre los textos, sobre las instituciones o sobre las prácticas presupone, decía Derrida, al mismo tiempo respeto a la tradición que se deconstruye y transgresión o desplazamiento de sus límites, desmontaje de sus astucias, descubrimiento de sus trampas. Aunque Derrida siempre dijo que la deconstrucción era algo menos o algo más que filosofía, quizá la actitud de la que nace se compadece mejor que ninguna otra con aquello que caracteriza a la filosofía desde su nacimiento: el intento de distanciarse de la propia lengua y de la propia tradición cultural, de extrañarse de ella como un parásito o un injerto marginal, pero en el bien entendido de que no se pretende hablar "por encima" de la tradición y de la lengua (como a menudo pretendieron los filósofos), sino sentirse extraño en la lengua misma que se habla y sin dejar de hablarla. De este modo, la paradoja que atraviesa la obra de Derrida, su ambigüedad o su complejidad constitutiva, no deja de ser fructífera: la aceptación de una herencia como la de la Ilustración no implica la adaptación ortopédica, pragmática y "políticamente correcta" al estado de cosas establecido, porque no elimina la exigencia de un suplemento de justicia que, aunque no haya encontrado acomodo en las instituciones jurídicas, es irrenunciable como promesa para todo aquel que aún se tome en serio términos como "Europa" o "democracia".

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