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Crítica:FESTIVAL DE OTOÑO | 'Quando l'uomo principale è una donna'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Dry Martini con premio

Seguir jugando a la provocación cuando se roza la cincuentena y a ser el niño terrible del teatro-danza europeo le ha dado resultados positivos a Jan Fabre (Amberes, 1958), que finalmente se ha hecho un estilo, una manera sardónica, a veces pueril, a veces poética, de ver el mundo escénico e interpretar lo que le rodea desde el bufo artificial, surrealizante. Sexo, violencia, desencanto e ironía junto a la tradición son los elementos vectores de ese estilo, y todos ellos están presentes en hábiles dosis dentro de este solo.

El espacio escogido en Madrid para representarlo no es el adecuado desde ningún punto de vista, por las dimensiones de la sala y el aforo. Hay que tener en cuenta estos factores para decir que, dentro de sus límites, la obra sabe a poco, a pesar también de la entrega de la bailarina, sobradamente preparada. Lisbeth Gruwez goza de su libertad individual y transmite una sensación de gozosa plenitud, de liberación de las más íntimas fantasías femeninas. No es justo que no tenga créditos en la coreografía, pues es muy evidente que las figuras que compone con su espléndida línea corporal son de su cosecha, de su material personal, seguramente fijado en la lectura por Fabre, pero finalmente suyo. Es ocasión para destacar la souplesse de sus brazos couronne, o sus equilibrios, extraídos de la letra de lo académico y transportados con elegancia a esa tierra de nadie que es la balsa de aceite.

Compañía Jan Fabre / Troubleyn

Quando l'uomo principale è una donna. Coreografía, escenografía y luces: Jan Fabre. Música: Maarten van Cauwenberghe y Domenico Modugno. Vestuario: Daphne Kitschen. Intérprete: Lisbeth Gruwez. Sala Cuarta Pared. Madrid, 19 de octubre.

Las dos ideas matrices del espectáculo no son originales: ni bailar deslizándose sobre una lámina de grasa (hay muchos ejemplos de esto: la compañía Bocanada lo hacía hace más de 10 años sobre aceite de bebé: ahora es de oliva virgen, pues estamos en la época de la ecología) ni las alusiones despiadadas al varón. Otra cosa es que Fabre las elabore bien entre lo vulgar y lo exquisito, como hacer que Gruwez se prepare un Martini y guarde la aceituna donde antes había puesto las bolas chinas.

Por esa regla rara del teatro donde los hijos devoran a los padres, ahora Fabre se parece a algunos de sus colaboradores de antaño; y también por instantes aislados se inclina a Forsythe (son amigos, Fabre es uno de los pocos que ha hecho colaboraciones en Francfort y la música pulsa sobre la sonoridad habitual de Thom Willems). Cuelgan 22 botellas de aceite cual 22 falos que hacen una lluvia dorada sobre la artista, y se alude a la fecundidad, al rito pagano matriarcal con la corona de olivo, a la destrucción del macho y su dominio, al sometimiento del propio instinto y al autodisfrute como una de las bellas artes. No resulta chocante, sino de un cierto lirismo doméstico.

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