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El quark en su rincón

Richard Feynman, uno de los más grandes físicos del siglo XX, dijo una vez que si tuviera que resumir en una sola frase información científica suficiente para poder reconstruir la ciencia moderna, ésta sería: "Todo está hecho de átomos". Y, en efecto, los átomos y sus interacciones son los elementos básicos para entender las propiedades de la materia, aunque, aún a finales del siglo XIX, se discutía si se trataba de entidades reales o bien de un artificio formal cómodo para organizar las propiedades de los distintos elementos. Hace mucho tiempo que ya no hay discusión; se ven y hasta se manipulan delicadamente uno a uno. Los átomos son objetos tan minúsculos que habría que poner en fila del orden de 100 millones de ellos para cubrir un centímetro y, contrariamente a lo que su nombre sugiere, no son indivisibles. Su interior puede ser explorado con ayuda de "sondas" que "vean" sus componentes y nos transmitan información sobre sus propiedades. A principios del siglo pasado, con el descubrimiento de la radiactividad fue posible disponer de esas "sondas", a partir de algunas de las emisiones de los elementos radiactivos naturales, con resultados sorprendentes. Más del 99,9 por ciento de la masa del átomo estaba concentrada en un diminuto corpúsculo llamado núcleo, de diámetro unas cien mil veces más pequeño que el del propio átomo, cargado positivamente, mientras que la totalidad del volumen atómico estaba ocupada por una sutil nube de electrones cargados negativamente.

El núcleo, a su vez, resultó ser una aglomeración de partículas de dos tipos, protones y neutrones. ¿Eran éstos ya los componentes más elementales de la materia? Así lo creyeron algunos científicos en la primera mitad del siglo pasado, pero pronto se vio que, en los aceleradores de partículas, aparecían más y más corpúsculos de propiedades similares a las del protón y el neutrón que podían ordenarse en grupos, de forma parecida a lo que ocurrió con la tabla periódica de los elementos un siglo antes. En los años sesenta se disponía ya de una especie de tabla organizada de partículas "elementales", y de su estudio surgió la idea de que todas ellas podían ser el resultado de la interacción de otras más "elementales" todavía, nunca detectadas directamente. Murray Gellmann bautizó esas fantasmales entidades con el nombre de quarks, una palabra sacada del Finnegan's Wake de James Joyce. Los protones y los neutrones, junto con multitud de otros corpúsculos subatómicos, parecían estar hechos de quarks pertenecientes a dos clases distintas, llamadas u y d (por ejemplo, el protón está formado por dos u y un d), mientras que algunas otras requerían la existencia de una tercera clase, llamada s (de strange, extraño). Hoy sabemos que existen seis clases de quarks en la naturaleza, agrupados en tres familias de dos cada una. La primera, la formada por los quarks u y d, es la única presente en los núcleos de todos los átomos, mientras que las otras se encuentran formando parte de partículas inestables que se desintegran con gran rapidez.

Y la controversia acerca de la realidad de los átomos volvió a repetirse. Muchos científicos pensaron que los quarks no eran más que un artilugio formal, una metáfora útil para visualizar las propiedades de las partículas realmente existentes. Otros creyeron que eran corpúsculos reales aunque no fuera posible detectarlos directamente. Y, de nuevo, la cuestión sólo pudo resolverse explorando el interior de las partículas con una "sonda" capaz de llegar hasta sus componentes. Dicha "sonda" no estuvo lista hasta 1968 y consistió en un haz de electrones muy energéticos que penetraban profundamente en los protones y parecían comportarse como si interaccionaran con partículas mucho más pequeñas y elementales, situadas en su interior, que resultaron ser los quarks sugeridos por el estudio de las agrupaciones de las partículas visibles.

Dicha identificación no estuvo exenta de dudas. Seguían sin aparecer quarks libres y no parecía posible aislar uno de ellos. Desde luego, era mucho menos fácil que sacar un electrón de un átomo, o un neutrón de un núcleo atómico, lo cual implicaba que la interacción que los mantenía pegados debía ser muy fuerte. Pero los resultados experimentales mostraban que, cuando los electrones "ven" a los quarks en el interior de un protón, éstos parecen casi libres, con una muy débil interacción mutua. Era como si el protón fuera un grupo de presos, los quarks, ligados entre sí por grilletes. Cuando se encuentran a distancias pequeñas en comparación con la longitud de los grilletes, sus movimientos son los mismos que los de las personas libres, pero los grilletes impiden que se alejen demasiado unos de otros. Su libertad es ilusoria y se reduce a un pequeño territorio. Pueden desplazarse largos recorridos, del mismo modo que un protón se desplaza como un todo, pero siempre juntos. Los quarks parecen moverse sin dificultad en distancias menores que el tamaño del protón, pero ha sido imposible hasta ahora separar a uno de ellos de forma individual.

La teoría que se había ido construyendo para describir las interacciones entre quarks resultó ser muy compleja. Pero en 1973 David Gross, Frank Wilzcek y David Politzer, estos dos últimos jóvenes estudiantes de 22 y 24 años, respectivamente, consiguieron demostrar que la estructura de la teoría y las leyes de la física cuántica que gobiernan el mundo subatómico implican que cada quark "siente" la interacción de los que forman el "grupo" que constituye una partícula, tres en el caso del protón, con una intensidad que disminuye cuando se acercan y crece cuando se alejan. Es la llamada "libertad asintótica", por la que acaban de ser galardonados con el Premio Nobel de Física este año.

Nadie ha demostrado todavía que el confinamiento de los quarks es absoluto y que, por muy grande que sea la energía que le transmitamos, nunca podremos ver uno de ellos separado de sus compañeros de cautiverio. En 1977, un prestigioso físico experimental, M. W. Fairbank, y sus colaboradores intentaron detectar quarks libres fijándose en una seña de identidad única: su carga es una fracción de la carga del electrón mientras que cualquier otro objeto tiene una carga que es un múltiplo entero de dicha carga. Justamente, las agrupaciones de quarks para formar protones u otras partículas son tales que la carga total cumple siempre esta condición; un quark aislado, por el contrario, tendría carga fraccionaria. Así, intentaron medir con gran precisión la carga de diminutas esferas metálicas, en una reedición perfeccionada del experimento que permitió, a principios del siglo XX, determinar la carga del electrón. El resultado publicado fue positivo; parecían existir cargas libres. Pero, a pesar de todos los intentos posteriores y la gran variedad de experimentos diseñados a este fin, nadie ha podido corroborar el resultado de Fairbank, por lo que la opinión generalizada es que se trata de una mala interpretación de los datos o un efecto indeseado del dispositivo experimental. No parece que los quarks puedan liberarse de sus ataduras y es posible que nunca detectemos uno separado de sus socios en una partícula "ordinaria". Sin duda existen, y sus propiedades individuales están bien definidas, pero no pueden desembarazarse de la pegajosa interacción que los mantiene unidos a sus compañeros.

Desafortunadamente, es muy poco probable que este tipo de conocimientos tenga algún día una utilidad "práctica" directa; yo diría que es tan improbable como que seamos capaces de sacar a un quark de su rincón, aunque, como toda investigación genuina, propone objetivos experimentales que tienen un impacto tecnológico positivo. El inmenso esfuerzo intelectual invertido en este tipo de ciencia es parte de un largo proceso iniciado por los pensadores griegos que hace dos mil quinientos años empezaron a especular con la idea de que la complejidad aparente de la naturaleza podía desentrañarse en base a componentes simples y a leyes inteligibles y expresables matemáticamente. Un proceso que no terminará nunca.

Cayetano López es catedrático de Física y ex rector de la Universidad Autónoma de Madrid.

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