La estética del albero
Esta luz de Sevilla... ¡y este albero recatado y ubícuo que acompaña el blanco en las fachadas de casas, templos y palacios del casco antiguo! A veces, como en la iglesia de San Gregorio, se añade el complemento del siena o del almagre, pero lo habitual es la yuxtaposición cromática que se acaba de indicar. Busco la palabra "albero" en Seco (Diccionario del español actual) y me sorprende no hallar referencia alguna al uso generalizado de tal color en Sevilla, que me imagino llama la atención de todos los que llegan por vez primera a la capital andaluza, y que a uno, en esta breve visita, con las paredes iluminadas por el potente y acaso último sol del largo veranillo, le ha cautivado más que nunca. "Tierra albariza" -dice Seco-, "tierra amarillenta o rojiza usada para senderos en los jardines y para cubrir el suelo de las plazas de toros" (y, por extensión, sinónima del ruedo mismo). Y punto. ¿Dónde han tenido esta vez los ojos el admirable lexicógrafo y sus colaboradores?
Parece lícito deducir que la combinación de blanco y albero con la cual los sevillanos se empeñan en embellecer sus edificios, sin ceder a la tentación de incurrir en bruscas innovaciones, nos sitúa ante la expresión de una estética radicalmente enemiga de cualquier estridencia. Los botellones, coches disco, motos y demás generadores actuales de decibelios innecesarios no pueden ocultar que Sevilla busca en preferencia la nota sosegada. Se aprecia en el habla tan cantarina de los ciudadanos, sobre todo de las mujeres; en el cuerpo cristiano superpuesto a la Giralda en el siglo XVI, que entona maravillosamente con la airosa torre árabe; en el hecho de que no se haya destrozado la línea de los tejados de la ciudad histórica (con alguna excepción desafortunada consumada bajo el franquismo); en mil detalles, en fin, que demuestran el amor de los sevillanos a la medida justa, a lo bien trabajado, a lo gracioso (pienso, otro ejemplo, en la hermosa placa colocada en la esquina de la calle de San Pedro Mártir con Bailén para conmemorar el centenario del nacimiento -en la primera de estas vías- de Manuel Machado, y que en su alegre juego de blancos y azules, con marco de albero, expresa a la perfección la sensibilidad que vamos comentando).
Creo que no puede ser casual, a la vista de la misma, que Sevilla profese tanto amor a la Virgen, diosa de la ternura. Richard Ford se escandalizaba ante la hiperdulía que encontraba en la ciudad allá por 1831, y que no dudaba en vincular con oscuros cultos precristianos. Pero Ford era protestante, y, como sabemos, lo que más le falta al protestantismo es el principio femenino. Hace algunos años penetré en la iglesia de la Magdalena en medio de un sermón que versaba sobre la excesiva devoción que, a juicio del sacerdote oficiante, profesaban no pocos sevillanos a ciertas efigies de la Madre de Dios. Recordé en seguida a Ford. Y observé que entre los allí reunidos se registraba un evidente malestar producido por la insistencia del cura. Estaba claro que aquel pobre hombre perdía su tiempo. Sevilla, sin sus incontables y tan veneradas imágenes de María, no sería Sevilla. Como tampoco sin su albero.
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