Sagan, pequeño monstruo inmoral
Al "pequeño monstruo" desaparecido que todo el mundo celebra, sin disidencias ni mezquindad política, tanto la derecha como la izquierda, se le puede convertir en el símbolo de una generación, de una forma de mujer libre, de una cierta particularidad francesa. Pero una mujer que aprieta el acelerador de su coche deportivo como un tigre que ruge bajos sus pies desnudos, que dice lo que piensa cuando lo desea, que vive como quiere y donde se le antoja, me gusta más, gusta a todos, sobre todo si sabemos que esa mujer es Françoise Sagan, la escritora fenómeno que publicó a los 19 años Buenos días, Tristeza, uno de los primeros best sellers después de la Segunda Guerra Mundial. Junto con el Radiguet del Diablo en el cuerpo, muerto a los 18 años, Sagan fue una de las primeras mujeres en disfrutar de una celebridad precoz, una vida intensa y rápida como los autos que le gustaba conducir. Difícil no sentir simpatía por esta especie de Humphrey Bogart femenino, de cigarrillo colgante en su boca delgadísima, bebedora de whiskies y de martinis, medio tímida y dueña de un rostro retratado cientos de veces... Y de esta introducción remarcable: "Sobre ese sentimiento desconocido cuyo aburrimiento y dulzura me obsesionan, dudo si poner el nombre, el bello y grave nombre de tristeza".
Su rostro melancólico y
fuera de lugar, como una especie de animal salvaje que va a dar un salto y morder, su manera de masticar las frases, de subestimarse como escritora, "pudiendo hacerlo mejor", de decir y pensar lo que los otros también pensaban, pero que nunca se han atrevido a decir y menos a escribir, sus intervenciones a favor del aborto, su amistad con Mitterrand, su devoción por Sartre, su pasión por el juego y su desdén por el dinero, su vida como una novela intensa, entre cuento de hadas y tragedia griega, entre Drieu La Rochelle y Chandler, entre la frivolidad y la desesperación, ella, Françoise Sagan, escapó a su manera de todo esfuerzo por fosilizarla. Ni escritora comprometida ni cínica, su cinismo lo utilizaba contra sí misma y contra los más fuertes para hacerles sentir esa vulnerabilidad que todos poseemos.
Sagan, el mito, está inventado. Ella representa perfectamente a cierto mundo parisiense elegante y frívolo, ligero y al mismo tiempo desesperado; sola, siempre sola, cara a cara con la muerte, primero en el accidente automovilístico del que se salva de milagro en 1957, luego en estado de coma, en pleno viaje con Mitterrand a Bogotá, o cuando piensa en un posible cáncer de páncreas para terminar arruinada y casi en el olvido. De ser mujer adulada a la autora que casi nadie lee, de 500.000 ejemplares a 500 en sus últimas novelas, de ser bautizada como la "encantadora pequeño monstruo", por Mauriac, a recibir críticas a su vida disipada y frívola, que no tenía ningunas ganas de justificar. Como se lo dijo a Bernard Pivot en una de sus últimas entrevistas, "le parecía mal educado no ser un poco frívola".
Quiso decir hipócrita porque ser la Madame Martini de la literatura no le importaba en tanto que alguien fuese capaz de repetir una frase de un libro suyo, o decirle que había adorado una vez más su pasión por el riesgo que, a diferencia de sus amigos del nouveau roman, jugando a tirar balas de salva, ella sí exploraba a través de personajes verdaderos y de carne y hueso, ¡diablos! Además, ¡cierto!, nunca le interesó el drama del lenguaje ni ser una estilista torturada, pese a su respeto por Duras y Robbe-Grillet. De lo que Sagan, la escritora, podría estar tranquila, es de que muchas de sus frases y de su música personal, más allá del mito, se quedarán con nosotros, "porque morir no es nada en sí mismo, no es más que esa muela del juicio", como describió con ironía, "pero de la que desconfiaba". Esa misma mujer desconfiada escribirá un día su propia necrológica: "Sagan Françoise. Hizo su aparición en 1954, con una pequeña novela, Bonjour, Tristesse, que fue un escándalo mundial. Su desaparición, después de una vida y una obra igualmente agradables e improvisadas, fue un escándalo sólo para ella".
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