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Columna
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Algarabía

¿Para qué sirve una comisión de investigación? Para que la gente olvide todo lo que sabe, aquello que estaba claro desde el mismo día en el que ocurrieron los hechos. Las comisiones han dejado de ser los pantanos burocráticos de la desidia, los fumaderos de opio en los que se amodorran los problemas oficiales, para convertirse en el agua hirviente de una actualidad que necesita enmascararse en la confusión. La algarabía informativa consigue que dos más dos ya no sean cuatro, porque desvían la atención hacia los rumores sobre la existencia familiar de un matemático divorciado, hermano de un juez del sector progresista, descubierto por un reportero del sector tradicional, en una cafetería céntrica, mientras recuperaba unos afectos periféricos y ayudaba a sus hijos a hacer los deberes de un colegio afectado por los desarreglos de la nueva población inmigrante. La gente olvida así que dos y dos son cuatro. Gracias a las comisiones de investigación, olvidamos que dos diputados del PSOE hicieron el negocio de su vida, traicionando a su partido y a sus electores, para impedir que la izquierda, dispuesta a limitar una escandalosa trama de especulaciones inmobiliarias, gobernara en la Comunidad de Madrid. Olvidaremos ahora que el Gobierno de Aznar tuvo una imprevisión inadmisible frente al terrorismo islámico y que pretendió manipular políticamente el dolor de las víctimas, engañando a los periodistas, a los diplomáticos españoles, a las instituciones internacionales y a sus votantes. Más que las mentiras de Aznar, la comisión investigará la palabra de un confidente que utilizada por un político sirve para que un periodista haga faena en la algarabía de los medios de comunicación.

¿Para qué sirve una noticia? Para hacernos sospechar de lo que nos dicen, para desacreditar el derecho a la información y al pensamiento crítico. Las aguas revueltas, los insultos, los rumores, las interpretaciones interesadas, las mentiras evidentes, las arbitrariedades, extienden un estado de sospecha generalizada. El calumniador no sólo intenta hacer daño a su víctima, sino también encubrir su propia miseria y sus responsabilidades en una descomposición de los debates públicos. Cuando alguien le llame calumniador, mentiroso, demagogo, ineficaz y temerario, no se sentirá amenazado, porque la gente no asistirá a una denuncia, sino a una costumbre, a un rito, al juego del descrédito absoluto. Mientras la realidad puede ocultarse, basta con mentir. Pero cuando los hechos saltan a la vista, cuando no hay armas de destrucción masiva en Irak, cuando dos y dos son cuatro, cuando los sobornos y las manipulaciones se hacen evidentes, cuando a uno le ha crecido la nariz por encima de lo que arregla el maquillaje, la algarabía de la sospecha generalizada es más eficaz que la mentira. El derecho a saber está sometido a una nueva y doble forma de barbarie. Por una parte, gracias a la telebasura, cualquier individuo sin información se considera capacitado para opinar sobre cualquier tema; por otra, los especialistas, los dedicados al saber, sólo merecen el crédito sucio de los sospechosos. Hay muchas similitudes entre las comisiones de investigación y la lógica del programa Aquí hay tomate. Pero, claro, la sangre de verdad no es salsa de tomate.

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