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Hacia otra España

Hace un poco más de un siglo (1899), Ramiro de Maeztu publicó un libro con el título que figura al frente de este artículo. Esa expresión era antes que otra cosa un anhelo de cambio y de regeneración social que venía a resumir el deseo compartido de la llamada Generación del 98. Era, pues, sobre todo, un grito de rebeldía que se pronunciaba contra la decadencia que veían a su alrededor, fruto, a su vez, de una historia española que les movía a la insolidaridad con el pasado; solían decir que amaban a España porque no les gustaba. El precipitado de esa actitud era un impulso iconoclasta de destruir que tiene, sin duda, un modelo arquetípico en Juventud, egolatría, de Pío Baroja.

El problema de esas actitudes rebeldes, cuando no van acompañadas de un proyecto claro de transformación, es que generan y refuerzan el impulso de lo que quieren desterrar. Y así ocurrió en este caso con el mismo Ramiro de Maeztu -paradigma de lo que ocurrió en el resto del país-, que pasó del anarquismo juvenil a un autoritarismo reaccionario y conservador en su madurez. Su Defensa de la Hispanidad (1934) es un canto a las glorias del pasado imperial, del que se alimentó en sus primeros años la dictadura franquista. El ideario de ese libro se convirtió en caldo de cultivo para restaurar la concepción de Menéndez Pelayo, según la cual nuestra nación quedaba dogmática y radicalmente definida así: "España, evangelizadora del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio. ¡Ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad, no tenemos otra!". El proyecto contrarreformista secuestró así durante siglos el destino nacional.

El hecho es que hoy, sobrepasada la fecha de 1899 en más de un siglo, nos encontramos, no ya ante el deseo de una España nueva, sino ante la realidad de "otra España" -esta vez, de verdad- que se impone por la fuerza de los hechos. Hay, por ello, una necesidad imperiosa y absoluta de pensar en esa "otra España" para que los demonios familiares no nos arrebaten el destino. En este aspecto, el siglo XX ha sido decisivo, puesto que en él se han producido tres hechos trascendentales que constituyen un cambio cualitativo de máxima importancia.

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El primero de esos hechos es el cambio de una España rural -vigente durante siglos- a una España urbana, donde los valores de la sociedad agraria han sido sustituidos por otros en que los valores del sector secundario y terciario -industrias y servicios- tienen primacía. Hacia 1900, el 70% de la población activa residía en el campo; ahora -pasado un siglo- ese porcentaje se ha reducido a menos del 10%, lo cual quiere decir que la estratificación social ha cambiado de signo, con el consiguiente cambio de mentalidad que ello implica.

En mitad del proceso de cambio entre una y otra sociedad se produjo la Guerra Civil (1936-1939) -segundo de los hechos mencionados-, que se convirtió en un conflicto armado entre "dos Españas" sin posible reconciliación entre ambas. Desde este punto de vista, la dictadura franquista puede considerarse como un tratamiento terapéutico que hizo de la Guerra Civil una catarsis de la conciencia nacional. Por ello considero que la Guerra Civil es algo irrepetible y constituye la culminación de un proceso: el de las guerras civiles del siglo XIX, que fueron un enfrentamiento entre la sociedad agraria (carlismo) y la urbana (liberalismo). Cambiado el peso de una y otra en la realidad actual, una repetición del trágico suceso es inconcebible.

El tercer hecho -un determinante definitivo del siglo XXI, que estamos iniciando- es el fenómeno de la inmigración. España ha pasado de ser un país de emigración a ser otro de inmigración, lo cual cambia radicalmente nuestra escala de valores. Antes de entrar a matizar la significación de dicho cambio, dejemos claro que la inmigración es necesaria en un país con índices regresivos en el ámbito de la natalidad, la misma dinámica demográfica lo exige, tanto para mantener la mano de obra que necesita nuestra actividad productiva como para defender el nivel de bienestar de nuestras crecientes clases pasivas. Necesitamos la inmigración para seguir el nivel de vida que hemos alcanzado, y el próximo paso de los cuarenta a los cincuenta millones de habitantes -que se dará, según las previsiones, en el 2025- es, en este sentido, positivo. Ahora bien, tengamos en cuenta que ese aumento no se produce sólo ni exclusivamente por los que llegan, sino por la ratio de natalidad de los que están instalados en el país; según la última estadística, 12 de cada 100 nacimientos son de madre extranjera, lo cual quiere decir que entre 1898 y 2003 los inmigrantes asentados en España se han multiplicado por cuatro. Esto se traduce a su vez en otra realidad. Y es que el cambio demográfico se convierte a su vez en cambio étnico, y aquí es donde tiene -o puede tener-incidencia el cambio de valores a que antes aludí.

Cuando hace un par de meses publiqué en estas mismas páginas un artículo sobre Estados Unidos y el proceso de "hispanización" que se estaba produciendo en dicho país como consecuencia de la creciente inmigración "hispana", muy pocos lectores se dieron cuenta de que algo parecido se estaba empezando a producir en nuestro propio país. Y así como en Estados Unidos dicho cambio podía afectar a su identidad nacional, según dije entonces, algo semejante podría ocurrir en nuestro país, y ello no sólo con una perspectiva de futuro, sino como algo que ya está operante en el seno de nuestra sociedad. Estamos, pues, ante un fenómeno que exige una reconsideración de nuestra propia historia; en otras palabras, un cambio de valores en la percepción de nuestro pasado.

Hace tiempo que vengo insistiendo en la necesidad de una "inversión histórica" en la interpretación de la historia de España. A lo largo de los siglos se ha venido dando protagonismo dentro de ésta a los llamados "cristianos viejos", promoviendo un casticismo en que Castilla era el eje, y el catolicismo, el hilo conductor. Era la exaltación de los Reyes Católicos como fundadores de una España monolítica y centralista, convertida en adalid de la evangelización en América y defensora de los valores espirituales de Occidente. Se exaltó así una España vertical en que Dios era el fin, el Imperio era el camino y la base territorial -nuestra península Ibérica-, una plataforma elegida por la Providencia para cumplir ese destino trascendente.

En esa interpretación se dio la espalda a los siglos constituyentes de nuestra personalidad nacional, cuando la península Ibérica fue sucesivamente invadida por pueblos y culturas muy diversas, produciendo un auténtico "mestizaje" étnico-cultural, del que Américo Castro nos ha dado abundantes pruebas en sus investigaciones. Esa actitud de atención y respeto al "otro" hizo de la cultura española un sincretismo que fue, primero, base de la "España de las tres religiones", y después, el germen del gran mestizaje iberoamericano realizado en América, mientras en la España peninsular se imponía -con el Concilio de Trento- un catolicismo dogmático y unidireccional, vigilado por la Inquisición para que no se alterase el monolitismo ideológico. La "tibetanización", como diría más tarde Ortega y Gasset, se había impuesto.

Hoy -insisto en ello- hay que invertir esa tendencia; de hecho, el proceso se inició ya con la apertura de la actual Constitución a las "comunidades periféricas", tratando de instaurar en lugar de la tradicional España vertical otra de carácter horizontal. Estamos en el buen camino hacia esa "otra España" que hoy resulta necesaria y sobre todo con la reforma del Senado que quiere impulsar el actual Gobierno. Ello sería un hito en la recuperación de la solidaridad nacional y crearía un horizonte de esperanza, inédito en nuestro país. Pero el proceso no termina ahí: la transformación de la base étnica del país, con la incorporación de oleadas de inmigrantes, sería el punto de no retorno (no return point) de esa nueva España. Con ellos habríamos realizado una refundación -¡tan necesaria!- de la sociedad española. Pero no sólo eso: habríamos inaugurado a su vez una concepción de la "hispanidad" muy distinta a la tradicional. Esta nueva hispanidad también sería, por supuesto, de corte horizontal y, desde luego, mucho más acorde con el proceso de "globalización" que estamos viviendo en el mundo.

Estamos en la buena dirección para que esta profunda transformación de la sociedad española se produzca; sólo falta que las fuerzas de la reacción -tan poderosas siempre en España- no lo impidan, secuestrando una vez más el destino nacional. Afortunadamente, estamos en Europa, y es difícil que lo consigan, pero no conviene dejar de estar en alerta; deseos no les faltan, como se ha demostrado últimamente. La cuestión es que esa "hacia otra España" que menciono en el título no es ya sólo un buen deseo, como lo era en 1899, cuando Maeztu publicó su libro, sino una realidad incipiente y en marcha.

José Luis Abellán es presidente del Ateneo de Madrid.

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