Un cajón de escombros
La víspera de la inauguración del Pabellón de Andalucía en Expo 92, cuando ya se había procedido a la limpieza minuciosa del edificio, bajó corriendo las escaleras, hecho una furia, el responsable de esa tarea. Sin más preámbulos, increpó a su cuadrilla: "¿Quién ha sío el hijoputa que se ha dejao en la azotea un cajón de escombros?". El cajón de escombros no era tal, sino una pieza de arte contemporáneo realizada por Antonio Sosa, que representa un conjunto de moldes de cerámica, realizados con arena de río y colocados al desgaire en el interior de una urna de cristal. Días después, una señora se quedó plantada delante de las pinturas de Tàpies en la fachada del Pabellón de Cataluña y, muy compungida, exclamó: "¡Cuidao, qué gamberros!".
Anécdotas como ésta circulan por decenas en el mundillo del arte contemporáneo, para delicia de sus detractores. También forman parte de una saludable autocrítica. Pero lo que vienen a significar, de hecho, es el profundo divorcio que existe entre la mayoría de la gente, enfrascada en su cotidiano vivir o malvivir, y muchos artistas actuales. Y sin embargo, pocas veces en la historia del arte ha habido, como ahora, tantos creadores dispuestos a dar lo mejor de sí por la salvación de la especie, por la emancipación del ser humano de sus infinitas miserias. No es más que una de las muchas contradicciones que envuelven a esta actividad, en una época especialmente delicada, como es la que nos está devorando.
Cuando se recorren las 63 muestras de la Primera Bienal de Arte Contemporáneo de Sevilla, no dejan de asaltarte los pensamientos más radicales, las más confusas emociones. 63 artistas internacionales han creado un discurso verdaderamente extra-ordinario, según es la variedad y la complejidad de sus propuestas -cuadros, vídeos, fotos, instalaciones, performances de lo más osado-, acerca del mundo que nos concierne; pero a tal extremo que es precisamente el mundo lo que se convierte en una cosa insólita, como imposible de vivir. No es el arte lo extra, sino todo lo demás que parece ordinario. El artista de hoy ya no está interesado en demostrarnos su destreza con los pinceles o con los materiales, aunque la tenga -a veces es legítimo dudarlo-, porque ya no es un simple testigo ni un demiurgo, sino un agitador, un provocador, que aspira a lo más noble: despertarnos de la pesadilla en que se ha convertido nuestra realidad. Casi se diría que ha renunciado al discurso interior del arte, para entregarse al ajetreo de lo externo, al puro devenir de todo aquello que es refutado por la belleza: los ejércitos, los hospitales, el automóvil como ideología, el sexo como esclavitud... Podremos discrepar de esa función del arte, pero ya no podemos ignorarla.
Realmente, hace falta mucha energía moral, como la que tiene Juana de Aizpuru, incansable mensajera de estos dioses menores, para poner en marcha una industria del espíritu como ésta, una permanente oscilación entre la denuncia y el éxtasis, la ironía y el desgarro. Y todo por que no acabemos en el cajón de escombros de la Historia.
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