Freire se instala en la gloria
Lanzado perfectamente por el equipo, el torrelaveguense bate al 'sprint' a Zabel y Paolini en su ciudad talismán, Verona
La meta estaba exactamente en el mismo sitio, enfrente del modesto hotel Mastino, de la ventana donde Óscar Freire pasaba las horas ensoñando días después de que un día de otoño de 1999 allí ganara, ante la sorpresa general, el Campeonato del Mundo. La recta era la misma, 500 metros después de salir en ángulo recto, curva a la derecha, de la calle Rayo de Sol. Todo podría ser lo mismo. Todo terminó igual. Todo fue distinto.
Entonces, hace cinco años, Freire, el desconocido Freire Gómez, aquella persona de la que nadie, ni siquiera los españoles, sabían de dónde aparecía, llegó solo. Era su única oportunidad. La victoria de un maestro del contrapié. Ayer, no; ayer Freire no llegó solo. Ayer, Freire, ya no un desconocido, entró de nuevo en el Corso Porta Nuova en el grupo de cabeza, llegó de nuevo lanzado hacia la victoria, hacia su tercer maillot arco iris, pero lo hizo acompañado, bien acompañado. Dos españoles, Luis Pérez y Alejandro Valverde, le abrían el paso. Él iba a rueda. Iba imperial. Seguro. Detrás de él llovían los codazos, los manillares impetuosos, las ruedas aviesas. La tempestad. Ante él, sólo la calma. A 70 kilómetros por hora. A toda velocidad. El final de una obra maestra colectiva. Solidaria. Increíble.
Zabel: "Es un honor quedar segundo detrás de un ciclista tan grande"
"Formidable", decían admirados los franceses. "Fenomenal", admitían los italianos; "qué equipo, qué escuadra, qué Freire". "Estoy contento y triste a la vez", decía Erik Zabel, 18 veces segundo este año, ya segundo tras Freire en la Milán-San Remo y de nuevo ayer; "triste por no haber ganado, contento porque es un honor quedar segundo detrás de un corredor tan grande como Freire". El hombre que acabó con la maldición del arco iris -todo corredor que ganara el Mundial se acabaría ahí- ganó su tercer título. Nadie en la historia ha ganado más. Sólo antes Alfredo Binda, Rik van Steenbergen y Eddy Merckx habían llegado a tres.
Hasta poco antes, hasta una vuelta 17ª de 18, hasta el kilómetro 240 de 265, la historia había sido otra, plana y tranquila, sólo sobresaltada por el abandono de Bettini, el italiano, el favorito, el hombre que llevaba en su maglia el aliento de casi toda la afición, que se había dado un golpe en la rodilla contra la puerta del coche de su equipo. La historia parecía la de una tranquila marcha cicloturista, a 38 de media, incluso menos. "Pero no", dijo Horrillo, uno de los del equipo español encargados de las tareas de las primeras vueltas; "era una imagen engañosa. Yo miraba a las caras de los corredores y veía signos de castigo, de fatiga. Y bien le dije a [Paco] Antequera, el seleccionador: 'En cuanto esto se tense, se rompe por todos los lados". Hasta la vuelta 17ª, aquello no se tensó. Terminada la 16ª, 110 corredores marchaban aún en el pelotón principal. Terminada la siguiente, disputada a 42 por hora, sólo quedaban 25. Entre ellos, seis españoles.
Esa vuelta, la 17ª, fue una lección de trabajo en equipo en apenas 10 kilómetros, entre la subida a la colina de Torricelle, su sinuoso descenso, la entrada en la ciudad. Atacó Basso, el italiano que quedó tercero en el Tour, y el suyo parecía un ataque demoledor. Atacó Boogerd y aquello ya parecía incontrolable. Apareció Nozal, serenísimo, y aquello cobró aires de etapa de la Vuelta, de la máquina del Liberty allanando los montes y colados. Pero no era el Liberty, era la selección española; eran Nozal, que sacaba a todos de rueda en la subida; era Luis Pérez, era Mancebo -el increíble hombre invisible-, era Serrano... Disuadido Basso, disuadido Boogerd, de lo inútil de sus escaramuzas, a Italia sólo le quedó la esperanza de Cunego, el chaval de Verona, el ganador del Giro. A las demás selecciones, a la Alemania de Zabel, a la Australia de O'Grady, a Vinokurov, el solitario kazajo, sólo les quedaba la esperanza de que en la última etapa desaparecieran los españoles como por encanto. Reaparecieron. Y con más fuerza. Y apareció, tremendo de dominio, de clase, de suficiencia, Freire. Apareció una vez antes del sprint final. Apareció lo justo.
En la última subida atacó Rasmussen, el fino escalador danés; volvió Boogerd a salir, se asomó Cunego, salió Basso de nuevo. El momento sensible. "Aquello hizo daño. Fue el ataque más serio", dijo Freire después. De dos pedaladas gigantes, Freire, con Valverde a su rueda, se colocó a la altura de los tres. "Debía jugármela", explicó; "la escapada también me favorecía. Era más rápido que ellos". Y eran dos españoles. La escapada no llegó. Por detrás, alemanes y australianos enlazaron. También más españoles. Y en carroza, a rueda de Pérez, que neutralizó el último intento de Vinokurov, y luego de Valverde, que le lanzó como ni siquiera lanzan a Petacchi, Freire ganó su tercer Mundial.
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