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Sesenta años de experiencia

En estos días se celebra el sesenta aniversario de los Acuerdos de Bretton Woods y de las instituciones (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial) que con ellos nacieron. Lo primero que se le ocurre a uno plantearse es qué es lo que se celebra. Para empezar conviene distinguir entre los Acuerdos y las Instituciones. Bretton Woods como acuerdo inspirador de un nuevo orden monetario internacional está muerto y bien muerto desde hace algo más de 30 años. En realidad sólo se mantuvo en vigor con todas sus cláusulas entre 1958 en que se generalizó la convertibilidad plena de las principales monedas y 1971 cuando Estados Unidos decidió unilateralmente romper la convertibilidad limitada de dólares en oro. El FMI y el BM por su parte siguen vivos, pero suficientemente vapuleados por las críticas como para preguntarse si la principal razón de la celebración de sus 60 años consiste simplemente en haber sobrevivido a una ejecutoria mediocre y fuertemente criticada.

Al FMI sólo lo necesitan los países pobres, pero son los ricos quienes deciden qué necesidades deben cubrirse. Así será mientras continúe la lógica actual
El Fondo nunca pudo coordinar las políticas macroeconómicas de los principales países o áreas. Eran demasiado poderosos para permitirlo

El orden monetario establecido en Bretton Woods no murió tan sólo como consecuencia de la guerra de Vietnam o de las decisiones unilaterales de los Estados Unidos. Murió por la incapacidad del FMI para imponer una coordinación de las políticas monetarias de los principales países (incapacidad que hoy continúa) y murió, sobre todo, porque estaba pensado para un mundo sin libertad de movimientos de capitales, con sistemas financieros nacionales fuertemente intervenidos y numerosos controles de cambio. Ese no era ya el mundo que con la aparición de los eurodólares y las primeras liberalizaciones financieras se apuntaba ya a finales de los años 60 y que había de construirse no sin dificultades en las siguientes dos décadas. En ese mundo, el viejo orden de Bretton Woods no tenía cabida.

El nuevo orden internacional con tipos de cambio flexibles se adapta mejor a estas nuevas condiciones y evita muchos de los costes de la mala asignación de recursos derivados del intervensionismo anterior, pero ciertamente no resuelve con eficacia los problemas de estabilidad del sistema monetario internacional, no garantiza más que el anterior el crecimiento de la producción y el comercio internacional aunque es posible (que no seguro) que haya desarrollado una mayor capacidad de absorción de los shocks externos con mecanismos más flexibles.

Senda de fracaso

En cuanto a las instituciones es evidente que ni una ni otra están ejerciendo una labor óptima. Las diversas estrategias de ayuda al desarrollo del Banco Mundial a lo largo de sus 60 años de existencia han ido fracasando una tras otra. Los resultados están a la vista. Es cierto que en la carrera por la salida del subdesarrollo unos países -casi todos asiáticos- han tenido más éxito que otros. No se conoce, sin embargo, cuál haya podido ser la aportación del Banco Mundial a este resultado. El Banco sigue buscando a partir de sus experiencias procedimientos más eficaces en su apoyo al desarrollo económico. Su énfasis reciente en las reformas de segunda generación y en reformas institucionales de todo tipo sugieren una dirección adecuada, pero no necesariamente más eficaz. Algunos han propuesto la pura y simple desaparición del Banco Mundial y su sustitución por los bancos regionales de desarrollo. Ello supondría un paso atrás en la lucha por el desarrollo económico. Pero cabe poca duda de que la institución requiere para su mejor funcionamiento una profunda reflexión que no puede sustituirse por su política actual de halago a las organizaciones no gubernamentales.

Entre los fines del FMI según su Convenio Constitutivo destacan fomentar la cooperación monetaria internacional y la estabilidad cambiaria, facilitar la expansión y el crecimiento equilibrado del comercio mundial y poner a disposición de los países miembros los recursos adecuados para resolver con el menor daño posible sus crisis de balanza de pagos.

Respecto del primer objetivo, la insatisfacción por la labor del FMI es clara. Nunca pudo coordinar las políticas macroeconómicas de los principales países o áreas monetarias. Estos eran demasiado poderosos para permitirlo. Su sustitución en esta función por el llamado G7 ó G8 no ha servido para nada. Este grupo no ha llevado a cabo una sola conclusión política que haya sido útil para coordinar de manera permanente las políticas económicas de sus países componentes o el alineamiento de los cambios de sus correspondientes monedas. En él, por lo demás (como ocurre con el reparto de cuotas del FMI) están quienes como Canadá, Italia, Francia o Alemania no deberían estar y no están quienes como la Unión Monetaria Europea o China, deberían, sin duda estar.

Por lo que se refiere a la estabilidad cambiaria basta recordar al reguero de crisis en los últimos diez años, empezando por el peso mexicano y terminando por las crisis de Argentina y Brasil, para comprender cuán lejos estamos del ideal de estabilidad cambiaria. La superación de algunos shocks externos en los últimos dos años no debería servir de consuelo a nadie. Seguimos con las mismas debilidades propias de un modelo con libertad de movimientos de capitales y demasiado azar moral aunque ahora parezcan enterradas las discusiones sobre la elaboración de una nueva arquitectura internacional.

Por lo que ser refiere a su contribución al crecimiento equilibrado del comercio internacional, lo cierto es que esta tarea debería entenderse de manera restrictiva ya que el GATT, primero, y la OMC ahora deberían ser los principales promotores del intercambio internacional de bienes y servicios. La labor del FMI debería reducirse a proporcionar la liquidez internacional para que esto ocurriera. De hecho, sin embargo, hasta la aparición de los Derechos Especiales de Giro, tal tarea la llevaron a cabo fundamentalmente los déficit de balanza de pagos por cuenta corriente de los Estados Unidos y las inversiones norteamericanas en el resto del mundo. Después, ante la escasísima emisión de Derechos Especiales de Giro y el cambio en el papel de las reservas internacionales la liquidez ha venido proporcionada por los flujos de capitales privados. Así será seguramente de ahora en adelante.

Nueva lógica

Finalmente, en cuanto a la disposición de sus recursos para resolver los problemas de balanzas de pago, basta ver el balance del FMI para conocer a que ha quedado reducida esta tarea. En él se observa que más del 70% de los crédito del FMI están concentrados en préstamos a Argentina, Brasil y Turquía. Se observa igualmente la ausencia como prestatarios de los países ricos y la asimetría en el funcionamiento de la institución que esto representa. Al FMI sólo lo necesitan los países pobres, pero son los ricos quienes deciden qué necesidades deben atenderse. Así será mientras continúe la lógica actual.

Por eso mismo necesitamos que esa lógica se modifique y que el funcionamiento del FMI y del BM se guíe por criterios más simétricos y más efectivos para cumplir los objetivos que esta fase de la historia mundial les asigne. Aun aceptando lo acertado de muchas de las críticas que ambas instituciones han recibido a lo largo de sus primeros sesenta años de existencia sería una desgracia que desaparecieran o cayeran en la inoperancia. Siguen siendo dos grandes proyectos en el camino de mejorar el buen gobierno de la economía planetaria y el entendimiento entre las naciones y las depositarias de la autoridad para condenar las malas prácticas políticas que van contra este objetivo más necesario hoy que nunca en un mundo tan globalizado.

La sombra alargada de los dragones asiáticos

Apenas tres años después del efecto tequila, que puso en evidencia numerosos problemas en las economías de los países emergentes por la integración global de los mercados, la inestabilidad volvió a extenderse como un reguero de pólvora por todo el mundo, esta vez desde el sureste asiático, desde los llamados dragones (países con elevadísimas tasas de crecimiento en sus economías), a mediados de 1997.

La crisis cambiaria se desarrolló principalmente en Malaisia, Tailandia e Indonesia (que contaban con tipos de cambio fijos o semifijos de bandas), afectando también a algunas economías latinoamericanas como Brasil (donde se bautizó como el efecto samba) y Argentina.

El 20 de octubre de 1997, lunes y décimo aniversario del crash bursátil de EE UU, las bolsas asiáticas dieron un primer aviso al mundo de que algo iba mal con sus caídas pronunciadas. Los agudos descensos se contagiaron a otras plazas y, finalmente, el día 23 se produjo el gran terremoto. El mercado de acciones de Hong Kong se desplomó, cayó un 10,4%, y actuó como epicentro extendiendo la crisis al resto de mercados asiáticos, a EE UU, Latinoamérica y Europa. La pérdida acumulada en cuatro días alcanzó un 23,3% y los inversores empezaron a tener pánico y a abandonar los mercados.

El lunes 27 de octubre, el Dow Jones de Nueva York cayó un 7,18%, el mayor descenso histórico en puntos y el duodécimo en porcentaje. El resto de las plazas del mundo replicaron con mimetismo los recortes. Las acciones del sector financiero, por miedo a las fluctuaciones de los tipos de interés, y los mercados de cambio, por temor a devaluaciones en las principales monedas asiáticas, registraron las mayores ventas y caídas de precio.

La crisis sin embargo no fue larga. El suspiro de alivio llegó el martes 29 de octubre. La recuperación, alentada por un consenso de los analistas en el sentido de que el mercado estaba sobrevendido y que la situación de fondo de la economía mundial era sólida, fue de una magnitud desconocida en la Bolsa de Nueva York. El resto de las plazas pronto cambió el paso y tornó las pérdidas iniciales en ganancias.

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