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DON DE GENTES
Columna
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Viejas glorias

Elvira Lindo

CON LA TONTERÍA de estar en Nueva York voy en metro. Si no, de qué. A veces viajo con el perro porque he descubierto que si llevo al perrito en brazos me dejan el sitio. Yo no quiero hacerme vieja en Nueva York porque podría acabar como una de esas viejas piradas que andan sueltas por aquí. A veces dudo de si las viejas de Nueva York están locas de verdad o se lo hacen para llamar la atención. A mí me dan mucha pena las viejas de Nueva York porque si uno piensa en los años de su juventud, los años cuarenta, se imagina una ciudad en la que las señoras llevaban sombrero, los trajes resaltaban la cintura y una estola de piel les abrigaba la garganta. Ellas vienen de una época en la que la gente se hablaba en las cafeterías, de una época en la que en la radio triunfaban Ella Fitgerald y Louis Armstrong, y en tiempos de guerra se oía la voz de Roosevelt (y no la de Bush), y en el cine salían las míticas orejas de Clark Gable. Con esos antecedentes, es natural que las viejas de Nueva York estén completamente rayadas. Ahora viven en una ciudad donde nadie se asombra de nada, donde te montas en el ascensor día tras día con las mismas personas y no te dan ni los buenos días, a no ser que de pronto, sin venir a cuento, una de esas personas, que más que de otro país parecen de otro planeta, salga de su coma profundo y te diga con un entusiasmo repentino: "Qué bien huele usted, ¿qué colonia lleva?". Por un momento sientes que te has convertido en la reina del ascensor y tragas saliva de la emoción y dices con un hilillo de voz: "Azul de Ralph Lauren", dándole las gracias mentalmente a Maribel Verdú, que fue a quien le copiaste la colonia aquel día en que coincidisteis en la clase de Pilates y luego os desnudasteis juntas en el vestuario, y puedo afirmar, ahora que está el océano por medio y nada importa, que lo que contemplé era de Notable-Alto. El caso es que cuando mis vecinos de ascensor me celebraron el perfume, yo pensé que a partir de ese momento todo iba a cambiar, que eso me haría popular en mi comunidad, que me iba a convertir en la Dorothy Parker de los ascensores. Qué inocente: todos esos vecinos que a la altura del piso veintiséis mostraron su entusiasmo, cuando llegaron al piso doce habían vuelto al coma profundo y al salir del ascensor no me dijeron ni ahí te pudras, dejándome la última para salir, porque lo bueno que tiene la corrección política aquí es que, desde que las mujeres se ofenden si un hombre les cede el paso, a la salida de los ascensores los hombres se lanzan a la salida como si hubieran oído aquello de "maricón el último", y como no espabiles, se te vuelven a cerrar las puertas y te suben otra vez al piso veintisiete. Pero yo soy de natural alegre y me repongo enseguida de las humillaciones y salgo muy digna con mi perrito y con la colonia de Maribel, y voy saludando a las viejas locas que me encuentro por el barrio porque son las únicas que buscan un poquito de cháchara. Andan todas apoyadas en un carro como el de Pryca y llevan al perro entre mantas metido dentro, al lado de las guarrerías que compran para comer y de cosas que pillan de la basura, no porque sean pobres, sino porque todos los neoyorquinos cogen cosas de la basura. Yo misma he pillado esa costumbre tan fea: tengo un pupitre de una escuela pública que encontré en un contenedor en Brooklyn y desde ese pupitre, al que todavía no he conseguido arrancar los chicles que varias generaciones de niños habían pegado debajo (a lo mejor hay un chicle de Paul Auster niño), pienso escribir estos artículos, que espero que tengan algo de basura reciclada. Cuando yo vine hace quince años eran los homeless los que transportaban su vida entera en un carro; se ve que algún diseñador se sintió inspirado y diseñó estos carros que llevan ahora las viejas. Hay veces que las viejas locas están bien de las piernas todavía y entonces viajan en metro. Una de ellas se sentó enfrente de mí ayer. Era una de esas viejas que se pintan labios de payaso y coloretes como si estuvieran haciendo un homenaje al indio Jerónimo. La abuela iba con minifalda enseñando unas piernas que temblaban como la gelatina con la vibración del metro. La abuela hacía que leía The New York Times, ponía un gesto de hondura intelectual muy cómico y, mientras, iba sacándose con destreza mocos de la nariz, luego los estudiaba poniéndose el moco un poco alejado de los ojos y, finalmente, se los comía. Pero no se los comía a escondidillas como hubiéramos hecho usted y yo; la vieja se los comía como quien se come un churro para desayunar. A mí me daba pavor que a la abuela no le gustara el aspecto de uno de sus mocos, que le pareciera pasado de fecha, y decidiera deshacerse de él lanzándolo por los aires. Casualmente, la abuela y yo nos levantamos para salir en la misma estación, Union Square. Yo calculo que la abuela no se había lavado desde el desembarco de Normandía. La abuela me dijo: "Lleva un perfume maravilloso, cariño". Y dicho esto, acarició a mi perrito. Yo la dejé pasar primero y ella me dijo: "Gracias, corazón", y de pronto todo fue tan maravillosamente educado que yo pensé: cómo no va a estar loca con lo que ha cambiado su mundo. Eso no quita para que luego yo llevara a Chiquitín a la peluquería canina, porque la cabrona de la vieja le dejó un moco pegado en el flequillo.

La nueva estación de metro neoyorquina del World Trade Center.
La nueva estación de metro neoyorquina del World Trade Center.AP

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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