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Reportaje:FUERA DE RUTA

El sueño de los mares del sur

Tahití y Bora Bora, magia en la Polinesia Francesa

En esos mares felices naufragó la fantasía infantil de muchos de nosotros. ¿Quién no recuerda a Marlon Brando encarándose al malvado capitán Bligh en El motín del Bounty como antes lo había hecho Clark Gable? Julio Verne (de oídas), R. L. Stevenson, Pierre Loti, Herman Melville, Jack London, Somerset Maugham y otros menos conocidos han contribuido a muñir una cartografía mágica. Respondiendo a su señuelo se enrolaron artistas y pintores; no sólo Gauguin (que eligió los colores de la Polinesia tras leer Le mariage, de Loti), también Morillot, o Matisse, que en sus últimos collages copia los tifaifai tejidos por las esposas de los misioneros y que él descubrió en un viaje iniciático. Hasta un chansonnier como Jacques Brel entregó sus huesos a aquella tierra inocente, no salpicada aún por la malicia del mundo civilizado.

Así al menos la habían visto exploradores y geógrafos. Antes de que los artistas y escritores forjaran un sueño, ya los navegantes y aventureros habían amasado un mito. Nada menos que el mito del paraíso perdido. Desde los diarios de Bougaville (1767) y las anotaciones del capitán Cook en sus tres viajes por la zona, se había extendido por Europa la fama de una sociedad pura. Sólo los misioneros y traficantes opusieron un cuadro distinto: para ellos, el canibalismo y otros vicios abominables trocaban el paraíso en infierno, y les servían de coartada para su rapiña, espiritual o comercial.

Los mares del sur son, como los sueños, algo gaseoso y remoto. Para un europeo, imposible ir más lejos. En aquella lejanía difusa buscaban los pioneros la Terra Australis Incógnita. Sólo hallaron un sopicaldo de puntos perdidos en la inmensidad del océano. A los españoles no les tentaron demasiado aquellas vaguedades. Sin contar lo de Magallanes, que en 1520 avistó un atolón de las Tuamotu, sólo Álvaro de Mendaña zascandileó por aquellos piélagos y descubrió las Marquesas, en 1595. Un par de lustros más tarde, su primer piloto, Quirós, descubrió otros atolones del mismo archipiélago. En 1772, Domingo de Boenechea ancló en Tahití, y un par de años después volvió para fundar la primera misión estable por parte europea: dos soldados y dos frailes. Boenechea murió y fue enterrado por allí, la misión fracasó. Lo recuerda una efigie de madera y una placa que el escritor Alonso Ibarrola clavó hace un par de años a la puerta de la iglesia de Tautira.

Ese pueblo se encuentra en Taití Iti, una península de la mayor de las islas de la Sociedad, Tahití, en la cual se encuentra la capital de aquel territorio francés de ultramar, Papeete. La conurbación de Papeete -100.000 cuerpos en una franja de 30 kilómetros- es lo menos parecido a la imagen del Edén. Otra cosa es el resto de la isla: el borde litoral, más bravío por el norte, donde se practica surf a granel (dicen que por aquí se inventó ese deporte), más sosegado por el sur, con aldeas pescadoras y huertos donde crece cualquier cosa que caiga sobre la tierra. El interior es una escenografía grandiosa, formada por raigones de un volcán primigenio, cascadas y valles.

Vaguadas y bahías

Desde los muelles de Papeete se cierne la isla de Morea, a nueve millas náuticas. Es el buque insignia, el mejor escaparate del turismo polinesio. Colmillos de basalto y picachos descarnados vigilan vaguadas exuberantes y bahías como las de Opunohu y Cook, que nadie discute como de las más bellas del planeta. Junto a ellas, subiendo al Belvedere que permite abarcar ambas por el cogote, se extiende una espesa floresta con varios maraes (templos de losas volcánicas y lajas coralinas); en uno de ellos contempló el capitán James Cook un sacrificio humano. Nada más lejos de tal barbarie que la molicie actual; Morea es un continuo de locales y restaurantes coquetos, yates y garabitos turísticos.

Tanto Morea como Tahití o el atolón de Tetiaroa (que Marlon Brando compró, y le embargaron por deudas) pertenecen a las islas de Barlovento; para ir al grupo de Sotavento hay que embarcarse en uno de los cruceros turísticos que parten de Papeete, o tomar un avión, ya que se encuentra más de 300 kilómetros a poniente. Bora Bora es, no la mayor, pero sí la que encarna mejor el ideal polinesio. Gracias al aeropuerto que construyeron allí los americanos en la II Guerra Mundial, es también pionera del turismo local. Allí se alzaron los primeros resorts de lujo en los sesenta, y en los ochenta empezaron a cundir en la laguna esos palafitos que ahora se propagan con auténtico frenesí al resto de las islas, como una imagen de marca: despertar sobre la calma turquí y que una vahiné sonriente, con pareo y corona de tiaré (gardenias blancas), te traiga el desayuno en una canoa, es más que suficiente para que muchos crean estar viviendo el sueño de su vida.

Tampoco hay mucho más que hacer, sino soñar, a menos que uno tenga espíritu deportivo. Y eso lo mismo en Bora Bora que en las vecinas Tahaa y Raiatea (que comparten laguna). Tahaa, la isla de la vainilla, hasta ahora intacta, ya ha recibido su primer hotel de palafitos, y en ella desembuchan los cruceros a sus clientes para que salgan a bucear, cebar rayas y tiburones, tomar champaña en el agua o cenar en un motu (islote) bajo un techo de estrellas.

Raiatea, grande y salvaje, era la isla sagrada, cuyos marae de Taputapuatea irradiaban fuerza religiosa a toda la Polinesia oriental; allí se investía a los arii o príncipes venidos de muy lejos. Tal vez llegados de otros archipiélagos, como las Marquesas, o los atolones de Pomotú o Tuamotu, esas frágiles coronas que se hunden centímetro a centímetro en el océano, y que Stevenson creía ¡"la creación de un insecto no identificado todavía"! Mientras islas y atolones siguen su deriva geológica y se sumergen ineluctablemente, el sueño de los mares del sur se aferra y anida sobre el pecio, como una colonia de coral. El paraíso está "tatuado en nuestros corazones con agujas de nácar" (Stevenson). No se consumará el cataclismo mientras siga a flote aquella fantasía que nos hizo tocar la dicha.

Un grupo de turistas practicando el snorkeling en Tahaa, vecina de Bora Bora y una de las islas de Sotavento del archipiélago polinesio de la Sociedad.
Un grupo de turistas practicando el snorkeling en Tahaa, vecina de Bora Bora y una de las islas de Sotavento del archipiélago polinesio de la Sociedad.CARLOS PASCUAL

GUÍA PRÁCTICA

Cómo ir

- Air France (901 11 22 66; www.airfrance.com.es) vuela a Papeete vía París. Desde España, unos 1.097 euros más tasas.

- Air Tahiti (www.airtahiti.aero) y Air Moorea (www.airmoorea.com) tienen vuelos internos entre las islas.

- En agencias se encuentran viajes combinados de Catai, Nobeltours y Viajes El Corte Inglés que incluyen, sobre todo, Bora Bora y las islas de Sotavento. Por ejemplo, 14 días con Catai, para visitar Bora Bora, Tikehau, Bora Bora y Manihi, desde 2.530.

- Cruceros: una de las mejores maneras de conocer las islas de Sotavento es a través de cruceros que visitan varias islas. La compañía Bora Bora Cruises (00 689 544 505; www.boraboracruises.com) realiza un crucero de siete días (seis noches) partiendo de Bora Bora y visitando Taha'a, Raiatea y Huahine; con comidas, actividades y excursiones, entre 2.699 y 4.999 euros.

Información

- www.tahiti-tourisme.com.

- Oficina de turismo en la capital, Papeete (00 689 50 57 00).

- www.dream-islands.com/es.

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