Horror local
El bosque del horror se ha agigantado tanto en los últimos tiempos que es imposible distinguir los árboles heridos. El huracán de la violencia arrasa una estación, una escuela o un centro comercial y no hay nadie, ni un sólo meteorólogo social, capaz de prevenirlo y evitarlo. Menos aún de evitar el horror al detalle, el sufrimiento de una víctima sola e inerme. La violencia es un sórdido, implacable fenómeno atmosférico contra el que, de momento, no hemos logrado armas eficaces, vacunas ni satélites espía que detecten el mal desde el espacio. El mal está en el fondo de nuestro pozo séptico. Está en la caja negra de la especie. Y la vida, como escribió un poeta granadino que acabó fusilado en un barranco, "no es noble, ni buena, ni sagrada".
No es extraño que seamos incapaces de impedir que un chaval de catorce años sea acosado por sus compañeros hasta desembocar la situación, muy presumiblemente, en un suicidio. Un suceso insignificante que acabará enterrado en las hemerotecas. Porque el joven hondarribitarra al que sus compañeros de instituto al parecer vejaban sistemáticamente no va a ser el primer adolescente, ni el último, en tomar por la calle del medio, la calle sin salida del suicidio, ante la insuperable angustia del acoso y de la humillación diarios. Nada nuevo sobre el cemento de los patios de institutos y escuelas y colegios. Yo estudié en un lugar y en tiempo donde estas cosas (o parecidas) sucedían con toda naturalidad. El acoso a un cabeza de turco o a un chivo expiatorio o a un homosexual era entonces moneda corriente. Qué decir de los viejos cuarteles en donde los reclutas soportaban sevicias que nada tenían que envidiar a las sufridas por los iraquíes en la prisión de Abu Ghraib. Ahora la escuela no es una antesala del cuartel, pero hay restos aún de crueldad y violencia adheridos a las paredes de algunos centros, huellas del daño y de la humillación en los pasillos y en los vestuarios de algunos institutos. El suicidio del adolescente de Hondarribia es la prueba.
Me viene a la memoria el crimen de Orozko. Tiene las mismas trazas que el presunto suicidio inducido de Hondarribia. Un grupo de tarados del país que combate sus propias carencias humillando al más débil del pueblo, al eslabón más débil, el que tarde o temprano ellos rompen. Luego esconden la mano. Luego llega el silencio y el miedo, como llegó en Orozko y llegará, si Dios no lo remedia, a Hondarribia. La crueldad es internacional, pero en nuestro país, tan milenario él y tan idiosincrático, pervive una querencia o una condescendencia hacia ciertos modelos de conducta que debería hacernos meditar. La cuadrilla brutal y machista en donde las demostraciones de virilidad consisten en hablar a voz en cuello, saludar troquelándole al otro la espalda e insultando a su madre y trasegar txikitos berreando habaneras infumables. Puede que para algunos tenga gracia. Pero la gracia es triste como la borrachera de un idiota.
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