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Cuidado con los mitos

La historia se escribe desde la experiencia presente, y por eso cada época reescribe la historia, como afirmó sucintamente E.H. Carr. Buen ejemplo de la verdad de esta observación lo tenemos en el hecho de que el éxito de la transición democrática y el asentamiento de una convivencia pacífica y próspera en nuestro país ha producido una nueva historiografía, en la que se presenta una historia de España menos traumática (Alvárez Junco) y se insinúa un relato de nuestro discurrir colectivo que se aleja de la visión recurrente en los últimos doscientos años, de una historia nacional transida por la anomalía, el dolor y el fracaso (Santos Juliá).

Si esto les sucede a los historiadores científicos, imagínense lo que pasa entre el público, en el que fácilmente prenden las visiones simplistas de la historia que proponen en cada momento las fuerzas políticas con acceso al poder mediático que modela la opinión en nuestras sociedades. Cuando los populares cultivaban todavía su imagen centrista, antes del ataque agudo de autosuficiencia sufrido por su patrón, asistimos a un curioso intento de reinterpretación del pasado español más próximo. Se pretendió asimilar el conservadurismo de la Restauración a una democracia liberal anticipada, al tiempo que acopiar para su supuesta progenie a figuras liberales emblemáticas como Manuel Azaña (mirabile dictu), y dulcificar los aspectos más sangrantes del golpe militar contra la República y posterior represión franquista redefiniéndolos como mitos izquierdosos (Pio Moa). Se intentaba reinventar nuestro pasado como la historia de una epifanía progresiva de la moderación conservadora, que habría culminado en el centrismo aznarista.

Este historicismo maniqueo es congruente con la experiencia de los últimos años

Actualmente, sin embargo, es una cierta izquierda política la que insiste en proponer un nuevo paradigma del pasado español, en el que, como en todo buen relato, aparecen una serie de eficaces ingredientes imaginativos: el mito de la época áurea, el del descubrimiento del tesoro escondido y finalmente la apelación al dualismo esencial del ser.

La época áurea es la Segunda República en la que se supone habríamos gozado de una democracia mucho más valiosa y auténtica que la actual, aunque siempre se evita cuidadosamente precisar los detalles concretos de esa plusvalía ético política que se atribuye a aquel período. De ahí que la bandera republicana sea profusa y confusamente utilizada en la actualidad, tanto como reivindicación de un pasado virtuoso como para denunciar un presente corrompido. La ambigüedad del mito permite una amplia polisemia política siempre crítica para el presente: la República fue federal, de trabajadores de todas clases, pacifista, laica, culta, antifascista. Tan perfecta fue que sólo añoranza puede suscitar. Pero hay más, porque esa época áurea se nos presenta con los atractivos rasgos de un tesoro escondido que hay que descubrir, incluso desenterrar físicamente. Franco y la transición, aunque por motivos distintos, habrían sido los sepultureros de una memoria histórica que ahora podría y debería reencontrarse. Arqueología, virtud y aventura se funden en un cóctel embriagador.

Por último, unas dosis del siempre eficaz dualismo maniqueo: se recuperan las dos Españas de Machado (¿serviría de algo denunciar una vez más que don Antonio nunca se refirió a lo que se quiere entender en su verso?), y se describe el pasado como un enfrentamiento bipolar entre los reaccionarios y los demócratas, los fachas y los republicanos. Lo novedoso de la nueva historia es cómo se recomponen los antónimos enfrentados. Tal redefinición se efectúa desde la Weltanschauung actual en la que el valor dominante es la democracia (aunque sea entendida en forma cada vez más banal), por lo que se reconvierte en demócratas puros a todas las fuerzas que se opusieron al golpe militar franquista. Comunistas, socialistas, sindicalistas, anarquistas, nacionalistas y simples liberales, puesto que fueron antifascistas y fueron por ello masacrados por Franco, fueron defensores de la legalidad republicana, se nos dice. Los credos políticos particulares que cada uno de ellos defendía y el futuro concreto por el que luchaban desaparecen fundidos en un común nomen democrático, un marchamo que curiosamente les es otorgado por su propio verdugo. Pues es éste el que a posteriori convierte en acendrados demócratas y fieles defensores de la legalidad republicana a todos sus oponentes, incluso a aquellos que defendían proyectos políticos tan totalitarios como el fascista, o a quienes rechazaban la legalidad republicana (o incluso toda legalidad) como un anticuado corsé burgués, como una pura democracia formal. Se olvida deliberadamente que, como ha descrito entre otros Enrique Moradiellos, en la época republicana existieron por lo menos tres Españas políticas, la reaccionaria, la revolucionaria y la demócrata, y que el fracaso de la República vino dado por el atenazamiento excluyente de la última por las otras dos, por una dinámica centrífuga que no se pudo ni se supo evitar, y que culminó con el golpe militar.

Este historicismo maniqueo es bastante congruente con la experiencia de los últimos años, marcados por un crudo y bipolar enfrentamiento político. Por otro lado, resulta altamente funcional para la explicación que propone el Gobierno actual para su política cultural, explicación fundada en una simplista dialéctica entre lo carca y lo progresista. Y, sin embargo, suscita bastante perplejidad y preocupación por lo inveraz de la descripción en que se basa y por los efectos que pueda llegar a producir en el presente.

Sucede que los seres humanos, como ha escrito John L. Gaddis, avanzamos valientemente hacia el futuro, pero lo hacemos de espaldas, con los ojos clavados en el pasado. Nuestra única guía es nuestra experiencia. De ahí que la construcción del pasado sea una tarea tan importante para cualquier sociedad y de ahí que ciertas reconstrucciones simplistas y míticas de ese pasado puedan acabar emponzoñando tanto el presente como el futuro.

José María Ruiz Soroa es abogado

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