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Columna
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Ambiciones de un europeísta (1)

Europeísta es aquel que está convencido de que el mejor instrumento para construir un futuro de paz y progreso es la Europa política. Ese es mi convencimiento desde hace más de 50 años. Que me viene antes que nada de mi entorno familiar -exportadores de profesión y vocación-, para el que los países europeos eran nuestra realidad cotidiana. A lo que se añade, a partir de 1953, una razón política: la condición de último asidero que el acercamiento de EE UU a Franco confirió para nosotros las democracias europeas. A ese convencimiento debo todas mis actividades públicas, marcadas por la militancia europeísta. En 1952, mi incorporación a la Asociación Española de Cooperación Europea (AECE) en Madrid, y desde 1955 mi colaboración con la Gauche Européenne en París, así como los intentos para organizar con otros compañeros, en particular Enric Gironella, Fernando Álvarez de Miranda y Robert van Schendel, un Congreso en el que los demócratas españoles del interior y del exilio reivindicasen conjuntamente el destino europeo de la España democrática. Lo que acabó siendo en Junio de 1963, en el marco del Movimiento Europeo, la reunión a la que Franco y los franquistas elevaron a la condición de hito histórico, al motejarla de Contubernio de Múnich, y pedir, en Valencia, la horca para los que en ella habíamos participado, que más modestamente acabó siendo confinamiento para unos y exilio para el resto. No quiero olvidar en este recorrido ni mi identificación activa en los años 60/70 con los núcleos de los federalistas europeos tanto en España como en el extranjero, ni en los 80/90 mi actividad institucional en organizaciones europeas: Consejo de Europa, Comisión Europea, Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo, con un entusiasmo militante que me llevó, en ocasiones, al exceso. Como imponer a mi última hija un nombre que era un programa político: Vera Victoria Europa. Entusiasmo, hoy poco frecuente, pero que las frustraciones y los años no han cancelado, y que puebla de temores mi consideración del Tratado que se nos propone.

Lo más preocupante de la presentación mediática que se hace de este tema es el dramatismo de su cobertura y las catástrofes con las que quieren amedrentarnos todos los partidarios del , si no sale adelante. Hipótesis a todas luces injustificada y peligrosa. Respecto de lo primero, porque el Tratado de Niza nos asegura un decurso institucional lento e insatisfactorio pero en el ámbito económico suficiente, sobre todo con el euro, que además, como luego veremos, el nuevo tratado no va a modificar sustancialmente. Añadamos que no cabe excluir que si el proyecto de Tratado no prospera, la ansiedad obsesiva que los medios y los políticos están promoviendo para impedir el no, pueda, por el conocido mecanismo de la profecía que busca su autocumplimiento, transformar en activo rechazo la indiferencia general de la ciudadanía por la construcción europea. Quizá en ningún otro texto aparece tan claramente este peligro como en el artículo de Michel Rocard De l'Europe, du socialisme et de la dignité (Le Monde, 22 septiembre 2004), artículo con una admirable primera parte que todos los líderes socialdemócratas que se han pasado, de la mano de Giddens y de Pettit, al capitalismo social-liberal, pero siguen pretendiéndose socialistas, deberían colgar en sus despachos. En él, el moderado Rocard nos recuerda que el capitalismo nos ha ganado la partida en el siglo XX; que no disponemos de un proyecto alternativo creíble; que nuestros grandes debates están dominados por la ignorancia y la hipocresía; que la Europa institucional se ha hecho de espaldas a su verdadero modelo de sociedad y que "las fuerzas conservadoras han impedido la emergencia de una identidad europea y toda política extranjera y de defensa común". A partir de ahí, este ambicioso planteamiento crítico se tuerce en favor de un inconsecuente posibilismo europeo de los pequeños pasos al que se confía, sin que se sepa demasiado bien cómo ni en cuánto tiempo, la responsabilidad del cambio. Sobre todo puesto que tiene que producirse en la tan desregulada Europa y en una coyuntura mundializada. Pero lo peor no es la inevitable modestia de este futuro, sino el fervor con que Rocard, confundiendo lo institucional con lo psicosocial, se apunta a la amenaza del caos.

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