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Tribuna
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Efecto llamada

Da la impresión, al escuchar los presagios catastrofistas del señor Rajoy, que el gobierno ha puesto un anuncio invitando a los pobres de la tierra a que acudan a una España que los va a recibir con los brazos abiertos. Cuando, de momento, lo único que ha hecho es enfrentarse a un problema heredado, consecuencia, en parte, de la política de brazos caídos practicada por el anterior ejecutivo.

En el año 2000 el número de inmigrantes no alcanzaba el millón de personas. En enero de 2003 se cifraron en 2,6 millones, y al comienzo de 2004 se hablaba de 4 millones. Serán muchos más, pues las estadísticas sobre población y economía sumergida, por la naturaleza de su objeto, carecen de fiabilidad. Durante ese período gobernaba el Partido Popular, reacio a los inmigrantes, se endureció la Ley de Extranjería hasta colisionar con los derechos constitucionales y se elaboraron miles de órdenes de expulsión que, luego, en gran medida, fueron incapaces de ejecutar. Los "sin papeles" y los poseedores de una de estas órdenes constituyen una población importante, por su condición de personas y por su número, condenada al vagabundeo, la explotación laboral o la delincuencia.

¿Quién los ha llamado? ¿Por qué han venido? La pobreza y falta de futuro en sus países de origen frente al ostentoso consumismo del nuestro, y del conjunto de Europa, produce el efecto llamada. Mientras persistan desigualdades escandalosas entre regiones geográficas, habrá movimientos migratorios. Un tam tam que recorre África y anima al viaje hacia el norte donde sobra la comida, se vive más años y se dispone de mayores posibilidades de cultura y ocio. Si cada uno de nosotros fuéramos capaces de ponernos en su lugar, sentiríamos el derecho a hacer lo mismo. Una fotografía publicada en este periódico el pasado día 13 resultaba elocuente. Reflejaba a un joven subsahariano interceptado por la policía en Fuerteventura, de bastante mal aspecto, vistiendo una camiseta con la figura de Beckham impresa por la parte delantera, el futbolista y hombre metropolitano por excelencia. El mensaje es claro: también quiere ser como Beckham.

Nuestro crecimiento económico demanda mano de obra inmigrante para trabajar en la agricultura, la construcción, el servicio doméstico, hostelería y, progresivamente, en otros sectores que los españoles observamos con creciente desdén, los de baja cualificación y más proclives a la temporalidad. Corresponde al gobierno poner las condiciones para que el mercado de trabajo absorba mano de obra extranjera sin generar tensiones y se integre esa nueva población en la sociedad en paz. Ello comporta también una política educativa, sanitaria, de viviendas y social, cuya puesta en marcha requiere que aflore la gente que se mantiene oculta. Rajoy, al intento de casar realidad con legalidad le llama efecto llamada, con toda su carga peyorativa negativa. Cerrar los ojos ante el aluvión de más de medio millón de inmigrantes nuevos al año supone renunciar a controlar el proceso y, a la larga, fomentar un conflicto de dimensiones descomunales. Regularizar a los que se encuentran aquí y tienen una relación laboral -demostrable mediante una oferta firme con el alta previa en la seguridad social- es un buen punto de partida. Al menos servirá para poner coto a las mafias de empresarios españoles, sin escrúpulos para aprovecharse de la situación de los indocumentados, que incrementan sus beneficios a costa de sueldos de miseria y horarios interminables. Hay que evitar, por nuestra dignidad, sentido de la justicia y seguridad, que el inmigrante se convierta en el esclavo del siglo XXI.

La inmigración es la fuerza que va a cambiar, nos guste o no, el perfil demográfico y socio económico de nuestro país en un plazo muy corto. Nos afecta a todos y constituye, por lo tanto, un asunto de interés general. Un pacto de estado es necesario, que implique a los empresarios, las comunidades autónomas, los sindicatos y la totalidad de los partidos políticos y agentes sociales. Surge como indispensable para sumar esfuerzos. Parece mentira, pero todavía no se ha cuantificado -o no se ha hecho público- el número de inmigrantes que nuestra economía demanda en los distintos sectores para alcanzar sus objetivos de crecimiento. Un dato previo para la planificación. Nos enfrentamos a un problema arduo. A nivel interno, la solución pasa por el control de fronteras, pero no puede quedarse ahí. El gobierno ha pedido ayuda y, de momento, las respuestas son demasiado tibias. Ello sin olvidar la vertiente exterior. De poco servirá si no se plasma un concierto sincero entre las naciones desarrolladas para crear puestos de trabajo en los países de origen y acabar con el hambre en el mundo, única forma de limitar el exceso de inmigrantes, porque la capacidad de absorción de Europa está limitada. La actual coyuntura no permite el optimismo.

María García-Lliberós es escritora.

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