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Columna
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¡Vivan los novios!

Dudo mucho que la felicidad tenga nada que ver con las leyes. Pero hay leyes que impiden seriamente que podamos vivir nuestra felicidad en plenitud. Son leyes que, generalmente, tienen que ver con discriminaciones, con prejuicios atávicos que se mantienen agazapados en las esquinas de las tablas de la ley, como manchas impertinentes, como lo que son, un estigma. Cuando esas leyes caen y los prejuicios que las sostenían quedan desnudos ante sus miserias, el mundo es un mundo mejor.

Estoy convencida de que una sociedad concreta no puede resolver los agravios de todo el planeta. Pero, como escribí hace algún tiempo, uno, en su soledad, no puede salvar el Amazonas, pero puede regar el jardín de su casa. Y nosotros, en este país tantas veces alejado de los vaivenes del progreso, acabamos de dar agua y aliento al jardín interior de muchas casas.

Creo que podemos decir sin sonrojo que este trozo de mapa, periférico y sureño, acaba de dar una lección de madurez, inteligencia y justicia a toda la geografía terráquea. La ley que permitirá el matrimonio entre ciudadanos del mismo sexo es un acto de madurez social. Es también un gesto de inteligencia colectiva. Y sin ninguna duda, su concreción tiene que ver con conceptos fundamentales, como la justicia, la bondad, la tolerancia. ¿Será España, a partir de ahora, un país más bello? Por supuesto.

Oí a Iñaki Gabilondo decir que no se trataba de otorgar derechos a los colectivos gays, sino de quebrar las barreras que impedían ejercerlos.

La clave de la cuestión es ésta: hasta ahora hemos estado instalados en una doble moral legal, hipócrita y perversa, que vendía retórica de la igualdad, pero la coartaba con todo tipo de prohibiciones e impedimentos. Si la Constitución dice pomposamente que nadie puede ser discriminado por su orientación sexual, ¿cómo casábamos ese principio universal con un código civil que levantaba murallas de discriminación?

Un gay era un ciudadano igual a otro ante la ley, pero los subtítulos de la ley le impedían casarse, adoptar niños, vivir su diferencia sexual con total normalidad. Lo que ha hecho el Gobierno, por tanto, no ha sido promulgar leyes a favor de los homosexuales, sino derogar el espeso entramado de barreras que los convertían en ciudadanos de segunda. La grandeza del Gobierno de Zapatero, en esta cuestión, ha sido darles, de una vez por todas, el pasaporte de primera. Nos pongamos como nos pongamos, biblias en mano, recelos, miedos seculares, sea lo que fuere lo que justificaba la situación discriminatoria, lo cierto es que era insostenible. Un país no puede decirle a un ciudadano que es maduro y responsable para pagar impuestos, pero no para casarse. Como ninguna Constitución democrática decente puede mirarse a la cara si, en la práctica, amar de una manera distinta implica estar discriminado. Podríamos hacer análisis más posmodernos. Hablar del matrimonio como una institución contractual, superadas las épocas nefastas de la cadena perpetua religiosa. Un contrato que publicita, garantiza y regula los derechos y deberes de la convivencia. En este caso, ¿qué excusa podía dejar fuera de regulación a las parejas homosexuales? Podríamos invocar la tradición matrimonial heterosexual, pero sólo pondríamos sobre la mesa el dominio histórico que la mayoría ha ejercido sobre la minoría. Los hay -muchos y militantes- que invocan a Dios y a sus dogmas. Pero, como he escrito alguna vez, ¿qué culpa tendrá Dios de ser invocado en vano?, ¿qué culpa tendrá de ser usado por políticos con sotana que, aprovechando la intangibilidad del intangible, lo convierten en bandera de ideas ultraconservadoras y discriminatorias? Diré más, de la misma forma que estoy convencida de que el orgasmo es espiritual -¿no les parece divino?-, también estoy segura de que el amor tiene que ver con la trascendencia, con la emotividad, con la divinidad. El amor en función del amor, y no de los sexos concretos que se aman. Si existiera Dios y tuviera a bien hacerse corpóreo, no tengo dudas: sería mujer, sería negra y sería homosexual. Si no, ¿para qué sirve?

Sí, me siento feliz. Por todos vosotros, mis amigos del otro lado de la acera, mis chicas bellas, mis chicos guapísimos, mis colegas. Me siento feliz de vivir esta caída de un muro pétreo que os marcaba con el estigma del distinto y os relegaba a la reserva india de "los otros", como si fuerais ciudadanos a ratos, a medias. Como si el derecho de todos no os incluyera. Como si no fuerais el todo. Me siento feliz por vuestra felicidad, porque el paisaje colectivo se ha vuelto más limpio, más bello, porque vivir con una discriminación menos es vivir más. Y desde luego, es vivir mejor. Me siento feliz por vuestra alegría y por el disgusto que tienen los inquisidores, los martillos de herejes, los de siempre, aquellos cuyos miedos interiores les impiden amar la libertad. Hace algún tiempo, Félix de Azúa me envió esta linda metáfora de Scott Fitzgerald como pequeño homenaje a mi boda: "Era una mañana feliz como las campanadas de una boda. ¡Vivan los novios!". ¡Qué vivan!

Pilar Rahola es escritora y periodista www.pilarrahola.com

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