La jota transfigurada
Ha calado tanto que los teatros públicos deben velar por la recuperación de la Ópera española que La Dolores, de Bretón, se llevó ayer los honores de la inauguración de la temporada del Teatro Real, ante un público ávido de grandes títulos tras el paréntesis veraniego. No voy a entrar en el debate. La papeleta era delicada y respondía a otro conflicto: ¿Cómo presentar hoy una ópera nacionalista de finales del XIX, en la que conviven destellos wagnerianos con rondallas y jotas, sin que aparezca el tufillo rancio del drama rural con coros y danzas de tiempos pasados? A José Carlos Plaza le gustan las apuestas casi imposibles. Esta era, desde luego, una de ellas.
Con Antoni Ros Marbá había trabajado anteriormente. La memoria se va a aquel maravilloso Wozzeck del Teatro de La Zarzuela hace unos años. De Wozzeck a La Dolores hay un abismo, pero eso es otra historia. ¿O es que vamos a menos?, como diría Juan Goytisolo. Ustedes dirán.
A lo que íbamos. Bretón compuso La Dolores un año después de La verbena de La Paloma. Cito el dato, que no es manco, por curiosidad. Tiene algunos momentos estupendos, pero es desigual. Lo que se esperaba. Ros Marbá y Plaza salieron del escollo con sobresaliente. El primero, por su sensibilidad y contención en los dos primeros actos, dejando la efusión lírica y dramática para el desenlace. El segundo por un planteamiento de la ópera entre la realidad y el deseo irracional, entre las pasiones individuales y el inconsciente colectivo, a base de un desdoblamiento escenográfico entre las fotografías, las proyecciones y las pinturas tenebrosas de Enrique Marty. La colaboración escenográfica entre Francisco Leal (gran iluminador por otra parte) y el pintor Marty ha sido eficaz para dar otro vuelo a la obra, para multiplicar sus contenidos.
Plaza se beneficia de dos de sus trabajos anteriores más emblemáticos: Los diablos de Loudun, de Penderecki, en Turín, y Goyescas, de Granados, en La Zarzuela. El sentimiento trágico de la vida cobra una fuerza dramática especial. Las pinceladas sobre la envidia, la venganza o la maledicencia suponen una alternativa al floclorismo. La distorsión es aparentemente leve, pero dramatúrgicamente intensa, casi transfigurada. Y cuando llega la escena de la jota, al final del primer acto, con su fuerza teatral innegable, o la corrida de toros a lo Carmen con pinturas que evocan la muerte y el destino, al final del segundo acto, la altura artística del espectáculo prevalece sobre lo demás, con un sentido de profundidad y una belleza como mínimo inquietante. La coreografía es perturbadora en su sencillez y el movimiento de masas contribuye a subrayar los ecos de la tragedia rural. Un gran trabajo escénico, el mejor, sin duda, de José Carlos Plaza en el Teatro Real.
De las voces destaca la soprano portuguesa Elisabete Matos. El resto del reparto es discreto, con sus más y sus menos. En conjunto, el espectáculo funciona. Con cierto desequilibrio entre la escena y las voces. La primera, exportable; el reparto manifiestamente mejorable. Se subtituló del español al español: un acierto. La edición crítica de Ángel Oliver es oportuna y necesaria.
Babelia
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