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Columna
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El muertín

Le han abierto la cabeza varias veces, mas no por pendenciero, sino porque algunas venas de su cerebro están en huelga hace más de un año y se niegan a funcionar como es debido. Sus allegados le apodan el muertín, porque no logran matarlo los médicos ni las nuevas tecnologías. El mamón sigue ahí, vivito y coleando, con un pie en el Real Madrid y el otro en el más allá, entre Pinto y Valdemoro. No es un muerto, es un muertín de esos que duran toda la vida. Para mayor sonrojo, salió guasón. Cada mañana, al tiempo que solicita su café cortado, pregunta al camarero con absoluta seriedad:

-Oye, Manolo, bien pudiera ser que esté desayunando en la patria celestial y que tú seas un arcángel. ¿Sabes si he muerto ya?

-No hay novedades ni esquelas referentes a su persona, señor. Sigue siendo usted un muertín, cuya vida guarde Dios muchos años, pero no demasiados.

En Madrid a lo mejor hay más de un millón de muertines paseando por ahí a sus anchas. Hay mucha gente con el alma herida y con la cabeza hecha un lío y con los cables cruzados y con la tristeza instalada como una marquesa en algún lugar indeterminado del cerebro. La tristeza no es una enfermedad, como la depresión o el estrés. La tristeza es una compañera esporádica de todos los animales, e incluso de las plantas. A veces llega disfrazada de simple tristura, que suele ser más pasajera, al igual que la brisa. Al contrario que un aneurisma cerebral, la tristeza no tiene remedio, solamente ajo y agua. Ahora bien, se la puede atajar, principalmente con la risa. Todo este asunto del galardón del Ayuntamiento a Simeón de Bulgaria parece como de sainete. Lo cual no implica que Simeón de Bulgaria, vecino durante años de Madrid, sea un personaje verdaderamente notable en la historia de la humanidad. Salvo error u omisión, ningún rey logró jamás llegar a presidente de la República de su país.

-Oye, Manolo, te lo repito, ¿no será que ya estamos casi todos muertos de algún modo? Bonjour, tristesse.

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