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Columna
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El mando

Que se le llame mando al artilugio con el que nos movemos de una cadena de televisión a otra parece una ironía o una broma. Se supone que el mando da la orden y la tele obedece. Se supone que nosotros mandamos sobre el mando. ¿Pero quién manda aquí? ¿Quién manda allí? ¿Quien diablos tiene el mando? No nosotros, no los televidentes, eso resulta claro. El verdadero mando lo tienen los señores que controlan los consejos de administración de las grandes empresas de comunicación. Gente con mucho mando y poco tiempo para ver los programas de televisión que devora la clase de tropa.

La coartada del mando a distancia es sobre todo eso, una coartada, un buen embuste, una especie que lava las conciencias de los profesionales que diseñan o aprueban o dirigen los programas infectos que vemos (los programas infectos que nos dan). ¿Para qué sirve el mando si las programaciones son idénticas? Sirve, naturalmente, para desconectar el aparato, pero eso es tan difícil como apagar un cigarrillo recién prendido. La competencia, en este caso práctico de turboliberalismo, no sirve para producir pluralidad, sino precisamente para lo contrario, para uniformizar e igualar por abajo. Lo recordaba el Defensor del Pueblo esta misma semana en el Congreso: la influencia de la televisión en los jóvenes, según Enrique Múgica, resulta preocupante. La violencia y la zafiedad son los dos ingredientes primordiales de gran parte de la programación televisiva. "La televisión", se advierte en el informe del Defensor del Pueblo, "forma individuos atiborrados de cotilleos inútiles o abyectos".

Siempre habrá, sin embargo, quien sostenga que el tamaño del miembro viril de un conde italiano o la vida amorosa de una tonadillera forman parte del acervo cultural europeo. Estos conocimientos, ciertamente, han pasado a incluirse en el bagaje de muchos periodistas. Los periodistas especializados en el género denominado rosa tienen una demanda muy superior a aquellos cuya especialidad es la salud, la ciencia o la cultura. Ahora a los periodistas que quieren trabajar en la televisión (y en algunos periódicos y radios) no les preguntan quién fue Winston Churchill, Albert Einstein o Marshall McLuhan, sino quién es un tipo llamado Paco Porras, con quién se acuesta la hija de la duquesa de Alba o cuando dará a luz Ana Rosa Quintana. La terminología aprendida en las facultades de Ciencias de la Información es aplicada en algunos programas de televisión, con toda su ridícula solemnidad, para hablar de esa clase de cosas.

En ese espacio público primordial que es la televisión están pasando cosas que, como advierte el Defensor del Pueblo, pueden acarrear muy malas consecuencias. No creo que exagere. Ni que el mando a distancia, como juran quienes se están forrando con la telebasura, sea la única herramienta legítima para acabar con ella; la única escobilla para limpiar la mierda pegada a la pantalla.

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