Escenificación de la muerte
Desde aquí hasta Washington, las últimas 72 horas han estado marcadas por una nueva escalada de horrores, con la difusión en Internet de la decapitación de los dos rehenes estadounidenses secuestrados en Bagdad. Todo esto ocurre cuando, en Estados Unidos, la campaña electoral ha alcanzado un nivel de enfrentamiento muy elevado: desde ayer, los anuncios pagados por los partidarios del presidente George W. Bush presentan imágenes en blanco y negro de Kerry en los años setenta; el hoy candidato demócrata, con el cabello largo, denuncia las torturas cometidas por soldados estadounidenses en Vietnam. En el reportaje se pregunta a los espectadores y electores si un hombre así puede dirigir las fuerzas armadas de EE UU en unas circunstancias como las actuales. Cuando se difunden las imágenes de los rehenes decapitados, la popularidad de Bush aumenta, y el horror que suscitan semejantes gestos favorece la reelección de un presidente al que se considera más agresivo contra el terrorismo, aunque muchos ciudadanos se sientan escépticos sobre su discurso la ONU y sobre la posibilidad de democratizar Irak.
La decapitación tiene una faceta de espectáculo que crea una fascinación morbosa, sobre todo entre algunos espectadores (especialmente los jóvenes, que no distinguen entre una película de miedo y la realidad), por lo que tiene un impacto devastador en proporción con los medios relativamente simples que utiliza. Los terroristas, al cortar la cabeza, hacer que brote la sangre y posar con la cabeza cortada sobre el cadáver de la víctima, consiguen construir, con un coste muy bajo, una escena espectacular que puede recordar a la del derrumbe de las Torres Gemelas el 11 de septiembre. Las demás formas de morir no logran el mismo impacto que las decapitaciones: incluso los atentados suicidas acaban surtiendo menos efecto en esa opinión pública occidental a la que los yihadistas pretenden aterrorizar. Todos podemos identificarnos con el cuerpo al que acaban de cortarle la cabeza, mientras que una bomba no deja más que el recuerdo de las víctimas. La escenificación del instante preciso de la muerte es lo que más conmoción causa.
Desde el punto de vista de la tradición islámica, la decapitación representa la ejecución capital más tradicional, y los textos religiosos están llenos de relatos sobre enemigos a los que los musulmanes cortan la cabeza. Las ciudades del mundo árabe contaban con lugares en los que se exponían al público las cabezas degolladas; pensemos en la puerta de la ciudadela de El Cairo o la plaza Yemaa el Fna de Marrakech, cuyo nombre significa precisamente puerta de los difuntos.
Para los militantes islámicos y salafíes que inscriben sus prácticas políticas en la imitación literal de la tradición musulmana, la decapitación es la forma más "islámica" de matar al enemigo. En estas últimas semanas, además, los vídeos de los terroristas muestran "tribunales" islámicos que dictan sentencias de muerte en nombre de la sharia y, a continuación, degüellan a las víctimas. Hay que recordar asimismo que, en el "Manual" hallado por las fuerzas de seguridad estadounidenses en las maletas de los terroristas suicidas del 11-S, figuraban instrucciones para matar a los pasajeros que se rebelasen: "Si Alá os proporciona una víctima a la que degollar, haced lo que debéis". La decapitación de los rehenes pretende enviar dos mensajes: uno, aparatoso y lleno de espanto, dirigido al mundo occidental; otro, que busca la legitimación desde el punto de vista religioso, destinado al mundo musulmán, en el que los terroristas quieren movilizar a las masas.
Queda por demostrar si aún es posible convencer a la sociedad civil musulmana de que estas matanzas en serie representan una yihad victoriosa o si, por el contrario, suscitan reacciones de horror que asocien sin dudarlo estas atrocidades a la fitna, la guerra en el seno del islam, responsable de la ruina de la causa de la yihad y del aislamiento de los terroristas respecto a la sociedad musulmana.
Gilles Kepel es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de París. Traducción de Mª L. Rodríguez Tapia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.