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Columna
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El bicho

La zoología no deja de depararme sorpresas. El otro día, en uno de esos documentales de sobremesa que facilitan el tránsito hacia la siesta, supe de las capibaras, que son una especie de combinación propia de dibujos animados entre conejillos de Indias y los ponis de la feria: yo las veía avanzar, con mucha sorpresa, a través de las riberas cenagosas de Suramérica y arrostrar los sucesivos peligros de la sequía, los caimanes y el hombre, que aprecia su carne. Y corriendo la semana, me llegaron noticias de otra criatura no menos misteriosa y que desafiaba con análogo desparpajo los estatutos de la naturaleza: desde Canadá, un barco gigantesco transportaba a Sevilla una tuneladora, que es un gusano de metal de la envergadura de un hangar de estación, y que se alimenta de tierra y escombros abriendo paso para los corredores del metro. El monstruo llega precedido por un sobrenombre sonoro y a la par bien gráfico -El Bicho-, como si tuviera que atraer al público a una carpa donde los promotores del viaje buscaran exhibirlo. Y en realidad no estaría mal exhibir al Bicho, recluirlo en una jaula para que no muerda o sujetarlo con cables, y permitir que las familias paseen por delante pasmándose y retirando la vista ante el espectáculo de esas fauces que podrían zamparse la mismísima Giralda de un solo bocado; así los niños, los estudiantes de Biología y nosotros, profanos de a pie, podríamos enterarnos de qué aspecto real tiene una tuneladora, de si está bien atendida, alimentada y aseada, como ordenan los reglamentos en materia de derechos animales, y, en fin, si ésta que acaba de desembarcar en Sevilla es macho o hembra, que eso no lo especifican los periódicos.

Como al comandante Cousteau o al ruso Gagarin, al Bicho le está reservada una exploración singular, la intrusión en un espacio que ningún ser vivo ha horadado jamás: el centro de Sevilla. Qué estancias secretas no destapará la criatura en su viaje hacia las profundidades del espacio, en qué desechos del pasado no se verá enredada y qué estratos de eras geológicas caducadas no tendrá que franquear. Lo cierto es que me gustaría acompañarte, Bicho, en tu viaje vertical a las entrañas de nuestra identidad: si las ciudades son como las personas, vas a perforar el cráneo de nuestra venerable madre para introducirte en su subconsciente, para saquear los recuerdos oxidados, las angustias y los júbilos que quedaron sepultados por siglos de arena, y abrirás esas vetas de imágenes en bruto que el lodo y el hormigón de las inmobiliarias parecían haber borrado. Tal vez, en tu excursión por el otro lado de Sevilla, descubras sin querer qué es lo que sueña la ciudad cuando los semáforos se quedan solos, y tal vez te enteres de si un hombre desconocido la persigue en sus pesadillas. Y sin embargo debes tener mucha cautela, porque un mordisco en una zona errónea o la quiebra de una corriente subterránea podría hacer caer todo este tinglado como una baraja de cartas: igual que las personas, las ciudades se sustentan en tres o cuatro certezas o tres o cuatro signos que no podemos desbaratar sin provocar una demolición. No sé si esa ceremonia es de rigor en el caso de tuneladoras, pero el Ayuntamiento haría bien en botarte antes de la partida estrellando una botella de champán contra tu casco: sería el mejor modo de desearte una feliz travesía y una estancia agradable dentro de nuestras tripas. Buen viaje.

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