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Columna
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La última metamorfosis de la patata

Se abrió la Bienal de Arquitectura de Venecia, dirigida por Kart W. Forster. Cada edición de la Bienal ha proyectado la opinión de su director y, por tanto, ha tenido un tono crítico o propositivo. Con ello, algunas ediciones han representado el inicio de unas maneras nuevas e incluso de una moda comprometida. Otras han significado el final de una etapa. Por ejemplo, la que dirigió Aldo Rossi fue un inicio comprometido, contaminó la posmodernidad a partir de un pretendido racionalismo y una nueva reconsideración de la historia. En cambio, me parece que la de este año marcará el inicio del fin del periodo de los grandes exabruptos formales en la cumbre del neocapitalismo y de la liturgia del mercado liberal. Un periodo que, en el argot profesional, crítico y académico, ya se suele denominar como el de "la arquitectura de la patata".

En efecto, los proyectos ¿no construidos y quizás inconstruibles? que se exponen en el Arsenal se pueden explicar irónicamente referidos a las metamorfosis de la patata: la patata hervida sostenida por mondadientes de verticalidad alocada; el montón de patatas fritas, prismáticas y flexibles o el de patatas bravas como un dique portuario; la patata a la papillote; el puré de patata; la frágil monda fraccionada en hojas finas alabeadas o mantenida en helicoides; el mejunje de las patatas espatarrades con huevo frito, según la tradición de la cocina catalana. Los lectores habituales de las revistas de arquitectura, ¿con fotos servidas en platos nouvelle cuisine eróticos y apetitosos?, ya habrán reconocido referencias a Alsop, Eisenman, Libeskind, Gehry, Hadid, Isozaki, Ito, Koolhaas y, sobre todo, sus seguidores más anónimos, menos creativos, menos profesionales. La presencia casi exclusiva en el Arsenal de ese ejército de cultivadores de patatas puede ser el anuncio del final de ese proceso de fosilización estilística. Una línea que parecía favorecer la creación sin restricciones dogmáticas ¿ni éticas, seguramente?, se ha convertido en otro dogma quizás más aburrido: todos los proyectos parecen proceder de las mismas manos o, por lo menos, de los mismos programas de ordenador. Y casi todos se refieren a temas simbólicos, monumentales, lujosos, sin referencia a los problemas sociales de nuestro alrededor y de los países periféricos, que no se pueden permitir ni la simbología, ni el monumento ni el lujo porque, precisamente, están pagando con su miseria esos bellos atributos de nuestras minorías privilegiadas. Es bastante significativo que no haya casi referencias a la vivienda de emergencia ni, simplemente, a la vivienda colectiva.

Pero en los vecinos Giardini, los pabellones nacionales parecen adoptar posiciones opuestas a las del conjunto sistemático del Arsenal. No entran en la magnificación de los procesos exclusivamente formales, pero se alejan también de la arquitectura propiamente dicha para denunciar aspectos sociales y políticos de carácter más general. Así, el pabellón nacional más premiado es el de Bélgica, con documentos gráficos sobre las pésimas condiciones de vida en Kinshasa y las ciudades poscoloniales del ex Congo belga. Y así, como contrapartida, el pabellón más criticado ha sido el de España, tan desfasado que es casi el único que se dedica a exponer arquitectura, aunque sea extraída de la arqueología de la modernidad.

Este panorama corresponde a una serie de contradicciones: la arquitectura que casi podríamos llamar canónica y sus derivaciones manieristas están absorbiendo el sobrante creativo de los pintores y los escultores que hace años abandonaron ya los temas morfológicos y expresivos, preocupados por una nueva conciencia social; la Documenta de Kassel se transformó en una exposición de denuncias documentales; el Arsenal de Venecia y sus émulos internacionales, en cambio, recogen a los nuevos manieristas y los canonizan en las diversas variantes de la patata; el sector progresista y solvente que no está de acuerdo con el puro exabrupto formal reivindica las bases sociales de la arquitectura y sigue el anterior ejemplo de los escultores y los pintores, y se dedica a la denuncia social, oportuna e indispensable pero al margen de la entidad arquitectónica.

Con todo ello nos quedamos sin arquitectura a la vez crítica y servicial. O con unos mínimos de arquitectura que podemos vislumbrar, incluso, en algunos sectores de la propia Bienal, aunque se presenten como excepciones o como descuidos ocasionales. Por ejemplo, el pabellón de Corea, el de Dinamarca, el de Alemania y el de Gran Bretaña, además del de Bélgica, ya mencionado. Y algunas secciones autónomas, como Città d'acqua, que enfoca el tema de los frentes de mar. Y las que se presentan fuera del recinto habitual, como la antológica de Lina Bo Bardi en Ca'Pesaro, que resume uno de los fenómenos más interesantes de la arquitectura contemporánea. Es una arquitecta fiel a los principios radicales del Movimiento Moderno y, a la vez, impulsora de un reconocimiento de lo popular y lo artesano como ideal ético, estético y productivo. Tampoco hay que olvidar algunos aspectos del catálogo en tres volúmenes: el titulado Focus, por ejemplo, contiene textos teóricos quizás contaminados por los cánones a la moda pero llenos de sugerencias interesantísimas. En resumen: hay que visitar la 9 Mostra Internazionale di Architettura aunque sea para tener argumentos en la lucha que se avecina por una nueva exigencia moral en la arquitectura, después de todas las elegantes metamorfosis de la patata.

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