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Al sur y al norte del Ebro

La mayor parte de valencianos y catalanes, como personas normales que somos, no mantenemos permanentemente una relación intelectual o racional con la lengua del país, sino un vínculo de tipo práctico. Como cualquier hablante de cualquier otra parte el mundo, lo usamos o no lo usamos, y poca cosa más. Por lo que respecta a los muchos valencianos o catalanes que no lo utilizan, es decir, que son usuarios de otra lengua, sobre todo del castellano, su relación con la lengua del país no pasa de ser ambiental, y pueden sentir hacia ella desde aprecio y respeto hasta rechazo o fobia. En cambio, los que sí somos usuarios habituales (hay quien nos califica como usuarios leales), designamos la lengua del país, a una y otra parte del Ebro, con el mismo gentilicio que nos identifica, valenciano o catalán según el punto geográfico y político-administrativo de referencia. Ambas denominaciones son igualmente históricas, populares y también sentimentales. Calificar como científica una de las dos en detrimento de la otra es un procedimiento acientífico basado a menudo en argumentos inconsistentes y en falacias de cariz romántico.

Para la mayor parte de los valenciano-hablantes, el hecho de que en el siglo XIII la lengua del país proviniese de Cataluña no les quita el sueño, por no decir que les importa un rábano. Que se trate o no de la misma lengua, también les da lo mismo. Toda la pedagogía que en este sentido se ha invertido en justificar la adopción de la denominación de catalán en referencia a la lengua de los valencianos se ha estrellado contra la terquedad de la gente, a quien le molesta que se denomine a su lengua con el nombre de la de los vecinos porque lo perciben como un menoscabo. De hecho, la posición contraria suscitaría el mismo rechazo entre el catalán corriente. Los respectivos textos legales modernos, basándose en esta realidad, designan como valenciano la lengua de la Comunidad Valenciana y como catalán la de Cataluña, y así vivimos unos y otros dentro de casa.

El hecho es que valencianos y catalanes tenemos la característica de compartir una lengua para la que no contamos con una denominación que nos aglutine con comodidad, en especial en aquellas situaciones en las que venga bien o sea preciso usar un nombre común; por ejemplo, en actuaciones externas a los respectivos territorios. Las cosas son como son, y otras soluciones onomásticas, aceptadas sobre todo a causa de un pasado imperialista, como la del español o el inglés en el caso de América, no funcionan bien en nuestro caso, precisamente porque nunca hemos sido un imperio, ni Cataluña ha ejercido de imperialista en la Comunidad Valenciana que, con el nombre de Reino de Valencia, estuvo confederado a la común Corona de Aragón desde la época de su mismo fundador, Jaime I.

No obstante, desde Valencia se tiene la sensación que, para algunas instituciones importantes de Barcelona, los valencianos somos poco más que una cantidad que se añade a los eslóganes grandilocuentes que publicitan el número global de catalano-hablantes, pero que no se nos tiene en cuenta para mucho más, quizá porque no se nos ha dejado de percibir como un apéndice meridional de escasa relevancia. En el hipotético caso que, en un futuro, un gobierno valenciano formalizase alguna acción de promoción cultural internacional integrándose en un patronato como el Ramon Llull, sólo lo podría hacer si contase con la adecuada cobertura legal para promocionar la lengua y cultura valenciana aunque fuera junto a la lengua y cultura catalana. De otra manera, los valencianos, difuminados bajo la denominación de lengua y cultura catalana, nos hallamos sometidos a una fagocitación innecesaria que, además de crear confusión, nos reduce a una opacidad absoluta, y simplemente no existimos porque no se nos ve. Como se comprenderá, en el siglo XXI esa situación puede resultar francamente difícil de entender y, más aún, de aceptar.

Desde este punto de vista, la denominación compuesta valenciano-catalán (o al revés, depende desde dénde se formule) que algunos valencianos propugnamos de la lengua que compartimos, quizá no se perciba como práctica, pero resulta clara, precisa y didáctica. En los Premios Max de las artes escénicas que organiza la SGAE, desde hace dos años se entrega el galardón correspondiente al "mejor autor teatral en catalán o valenciano", una solución ponderada por la que ningún valenciano ha protestado. En cambio, sé que sí lo ha hecho algún catalán. Y quizá aquí subyace la otra mitad del problema. Como en el caso de la catalogación de los libros valencianos y catalanes de la Biblioteca Nacional, en que todo el conjunto podría ficharse con la etiqueta "cat-val", sin separación entre "cat" y "val", cosa que indicaría, precisamente, el hecho real de que son productos o instrumentos de una misma lengua y de una misma cultura escrita. Pero el caso es que, no sólo al sur, sino también al norte del Ebro, hay un buen puñado de intransigentes que no quieren aceptar que debe imponerse una nueva concepción de equilibrio, sin subordinación, entre los diversos territorios que compartimos la misma lengua. Y que apueste por el diálogo, la convivencia entre iguales y la corresponsabilidad en la promoción de su uso, lo que en realidad constituye el auténtico problema al sur y al norte del Ebro. Éste es, de hecho, el gran reto que compartimos.

Josep Palomero es escritor y vicepresidente de la Acadèmia Valenciana de la Llengua.

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