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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Las apariencias engañan

Hubo un tiempo en que los hombres vivían en sana comunión con sus cosas. Sufrían la explotación, es verdad, pero pasadas las horas perdidas en el trabajo enajenado nada se interponía entre su deseo y el objeto de ese deseo. Las cosas tenían valor de uso y valor de cambio y no había fantasmas, simulacros o falsas conciencias entre las necesidades humanas y lo real. Los hombres ponían su fantasía en objetos imaginarios -duendes, ogros, ninfas, historias maravillosas- o en héroes de ficción, como hacía el Quijote con Amadís de Gaula, pero el pan era pan, y el vino, vino.

Hete aquí que, terminada la Segunda Guerra Mundial, una inopinada iniciativa capitalista vino a estropear esta condición idílica que había durado milenios y en la que las palabras convivían armónicamente con las cosas. Alguien, una perversa corporación, un Estado, el mago Saruman quizá -el autor no se toma el trabajo de explicarlo-, inventó la sociedad de consumo que -tampoco se explica esto- obtuvo un éxito estruendoso. Tan frenética fue la aceptación del consumo por parte de los hombres como viciosa y compulsiva fue la afición de los chinos al opio introducido por los ingleses en el Lejano Oriente.

LAS PALABRAS SIN LAS COSAS: EL PODER DE LA PUBLICIDAD

Pablo Nacach

Lengua de Trapo

Madrid, 2004

174 páginas. 15,60 euros

Bajo la embriaguez del consumo ya se sabe que nadie se tiene en pie, de modo que todas las representaciones simbólicas que hacen a la vida humana (la ley, el otro, Dios, etcétera) resultaron suplantadas por ídolos, falsos dioses creados y administrados por los publicitarios y las grandes empresas que, guiados por su astucia y su falta de escrúpulos, finalmente se las arreglaron para reemplazar el mundo por la imagen del mundo o, dicho a la manera de Guy Débord, por su espectáculo. En ese espectáculo la publicidad enmascara la meta a la que apuntan todos los deseos: lo real, y pone en su lugar espejismos e ilusiones mercadotécnicas, un opaco velo de Maya que impide que los signos enlacen con sus referencias. Separadas las palabras de las cosas, los individuos vagan como zombies, enganchados a las marcas, los logos y los eslóganes publicitarios y, lo mismo que los habitantes de la caverna platónica, ya no saben distinguir entre lo real y las sombras que los rodean. Ya no sienten ni desean nada por sí mismos sino que sus sentimientos y deseos les vienen dictados por la vena aviesa y avispada de los "creativos" publicitarios. Vamos, que no sólo el valor de cambio ha desplazado al valor de uso, como diagnosticaba Baudrillard hace 35 años, sino que la verdad es que ya casi nadie se acuerda del valor de las cosas.

Estamos perdidos.

Éste es -puntos más, pun

tos menos- el guión que propone este joven sociólogo argentino radicado en Madrid. ¿Qué hacer, entonces, cuando parece que se nos ha escamoteado el mundo o que lo hemos perdido en un supermercado? Nacach declama retóricamente: es preciso recuperar el deseo de la realidad para no quedarnos con un "mundo sin mundo". ¿Pero cómo...? Dedica más de la mitad del libro a comentar de forma redundante anuncios publicitarios -como si alguien necesitase interpretarlos; ¿no era que, como consumidores enajenados, sólo sabemos de publicidad?-, y nos deja en ascuas a la hora de proponer una solución al atolladero que él mismo, con la ayuda de Débord y de la periodista Naomi Klein, ha generado. Cuando mucho, se limita a romper una lanza en favor de los luditas que arremetían contra las máquinas durante la Revolución Industrial, o -como era previsible- se declara admirador de los situacionistas que, según se cuenta, "producían lo real" creando situaciones. Pero, hablemos en serio: ¿qué se pretende, que todos nos hagamos situacionistas e imitemos a los cronopios de Cortázar? Me temo que si siguiéramos esta propuesta el mundo acabaría pareciéndose a las Ramblas de Barcelona, y francamente, no sé qué es peor.

La publicidad es uno de los discursos hegemónicos en nuestra época, un verdadero género, tan importante e influyente como el cine. Cabe reconocerle al autor que haya reparado en esto. Pero al análisis de este género le sobran ya las denuncias, las compensaciones simbólicas y los devaneos contraculturales. Lo que necesita es una auténtica teoría que reflexione no sólo sobre lo que la publicidad no deja ver sino, precisamente, sobre lo que revela.

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