El otro maniqueísmo
A los tiempos calientes del aznarismo les han sucedido unos tiempos fríos -o al menos tibios- , una especie de periodo vacacional de la política en el que ésta no parece remontar el vuelo. Hemos ganado en tranquilidad, cierto, y los mismos asuntos que hace apenas unos meses suscitaban acalorados enfrentamientos, provocan hoy un débil peloteo de intereses que tiende a ahogarse en su propio ruido. Globos sonda, desmentidos, fotos en Vogue, bronquitas entre principales del partido gobernante, cositas que no parecen sacar de su modorra a un ciudadano gustoso de esta calma chicha, tan merecida tras una época que -quizá por su dramático final- aquél tiende a verla como algo frenética. La tensión maniquea de los últimos años del aznarismo se ha diluido, dejando la impresión de que nada queda de sus dos polos de referencia: el omnipresente terrorismo vasco, que todo lo contagiaba, es percibido hoy como una fuerza exangüe -incluso cuando actúa -, y el frente ideológico antiterrorista -para denominarlo de alguna forma-, que parecía que fuera a arrinconar cualquier tipo de matiz o de diferencia ideológica, se halla en horas bajas. Este asordinamiento del discurso antiterrorista, que llegó a centrar y a polarizar toda la actividad política de tiempos recientes, ha dado paso a un silencio extraño, a una calma desorientada, como si no supiéramos cómo situarnos.
Y, sin embargo, las cosas se mueven, y es de esperar que el nuevo curso político ayude a que se clarifique la nueva orientación emprendida por la política de nuestro país. El problema de la organización territorial sigue efervescente, pero, aunque continúe siendo el asunto estelar, tengo la impresión de que ha tomado un rumbo muy distinto desde que se ha convertido en un problema de interés general, desplazando de su centro al conflicto vasco. La actual cacofonía regionalista tenderá a calmarse, y se encaminará por una vía de conciliación de intereses, más acorde con soluciones de orden administrativo que con reparaciones identitarias, de las que el ruido actual es un eco que se disipará con el tiempo en la lejanía. Tal vez la calma de Zapatero sea debida a que ha presentido ese rumbo inevitable y confía en que su surco se imponga a no tardar mucho: desahóguense hasta que llegue el momento de ponerse de acuerdo, que llegará. Y sí ha sido un acierto de Zapatero haber iniciado su tarea de Gobierno marcando el acento sobre problemas de índole social, esa política laica que promete y que ha guiado ya sus primeras iniciativas: violencia de género, ayudas a los más desfavorecidos, matrimonio homosexual, reforma educativa, etc. Sin haber abandonado el gran tema de la legislatura anterior, cuyo encono hace inevitable su tratamiento, ha conseguido amansarlo, situándolo al nivel de otros asuntos de no menor trascendencia.
No obstante, llama la atención el casi nulo debate que están teniendo esas otras iniciativas de tanta importancia para nuestro futuro. La discusión, cuando se plantea, se ve ahogada apenas amaga, y su silenciamiento se produce no por la fuerza de los argumentos, sino por la descalificación inmediata a través del prejuicio. Bien, ha ganado la izquierda -o ha perdido la derecha-, pero triste victoria la suya si en lugar de ejercer como tal en una coyuntura favorable se limita a no dejarle ejercer al perdedor con el simple recurso de recordarle a todas horas que ha perdido. Triste victoria, digo, si se reduce a imponer un código único, considerado canónicamente de izquierda, y a enviar a la caverna más recóndita a todo aquél que se atreva a disentir o a plantear nada que pueda cuestionar la verdad en curso. Ya es penoso que, frente al discurso argumentativo, sea el cine -con su simpleza y su carga emocional- el medio más elocuente para plantear unos temas ante cuya exposición sólo parece deseable el aplauso.
A un staff oficial, y de discurso omnipresente y descalificador, parece sucederle otro que cree llegado su momento y que actúa de la misma manera, si bien en una dirección distinta. Los síntomas de esta actitud inquisitiva y amordazante comienzan a menudear, y conviene cortarlos de raíz si no queremos convertirnos en un país de silenciosa unanimidad. Pues no es admisible que se utilicen descalificaciones sangrantes, e injustas -y no argumentos-, cada vez que alguien discrepa ante una propuesta -la que sea-, propuesta que de esa forma se presenta como incapaz de aceptar ningún escollo e igualmente de defenderse. Algo peor que una pena.
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