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Columna
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El mapa del tiempo

Para los que disfrutamos con la prosa ondulante de Bernat Metge o con los formidables fuegos artificiales y morales de Ausiàs March, para los que todavía, sin dejar de degustar las novedades, nos maravillamos ante la sutileza de los versículos de Ramon Llull, para esta gente rara y menguante entre la que me cuento, ningún aspecto de la realidad cultural catalana es tan deprimente como la fractura fratricida entre lo que unos llamamos catalán y lo que otros llaman valenciano. Es un dolor crónico, cada día renovado por desoladoras noticias: ¿síntoma principal de una muerte anunciada? Con frecuencia, las noticias llegan teñidas de colores grotescos. Se pedía por favor a Europa el reconocimiento de la lengua catalana y en este empeño se esforzaba el ministro Moratinos (impelido por la necesidad o por el convencimiento). Al responder Europa que se trataba de un asunto interno español, el ministro ha tenido que recurrir a lo que las leyes del Estado español, democráticamente escritas, afirman sobre sus lenguas. Y de repente, la denominación valenciano, que consta en el estatuto de la Comunidad valenciana, ha aparecido en el umbral de Europa dispuesta a rizar el rizo.

Cuando un problema se revela sistemáticamente en forma caricatura es evidente que ha dejado de ser un problema: se ha convertido en una broma y va a ser, lógicamente, tomado a broma. La Europa ampliada que acabamos de estrenar tiene que enfrentarse, como puede, crujiendo por todas partes, a decenas de berejenales. Es una Europa que observa con temor este presente que llega cargado de inquietudes: el terrorismo nihilista, las grandes oleadas migratorias que llegan del Sur, la espiral imparable que domina a nuestros vecinos de Oriente Próximo. Es una Europa económicamente declinante, que nota, desconcertada, que China despierta. Es una Europa cuyo corazón alemán está en riesgo de infarto sin que aparezca un corazón alternativo. Y en este severo contexto, ¿existirá espacio, tiempo o dinero para desembrollar algo que se presenta como una broma?

Antes del verano intenté explicar que hoy en día es un estorbo lo que en el siglo XIX sirvió para salvar la lengua catalana. En aquel entonces, las influencias culturales del romanticismo, sumadas a la revolución industrial catalana, permitieron establecer una ecuación (llengua = pàtria) que obtuvo como fruto la renovación del prestigio de la lengua catalana, perdido siglos atrás. Lo mismo que dije sobre la lengua en general creo que es válido para el conflicto valenciano-catalán en particular. Hay que despolitizar por completo la lengua, liberarla de toda tentación de convertirla en instrumento de la política (la lengua tiene esta peculiaridad: puede ser una formidable arma de batalla política, aunque cada uno de los golpes con que, mediante su concurso, se castiga al adversario la debilita más y más).

El pleito catalano-valenciano no nace con las maquinaciones de Abril Martorell en los años de la transición. Tampoco nace con la aparición de Nosaltres els valencians. Es un pleito que procede del siglo XV y tiene, de manera bastante parecida a lo que sucede ahora, una raíz económica (es decir: de poder) aunque se reviste de filología. Barcelona, desgastada por conflictos sociales, por la guerra civil de Joan II, por la peste negra, por las hambrunas, bajó hasta los 30.000 habitantes. La ciudad de Valencia, que soportó mejor estos flagelos, tenía 90.000 y se convirtió de facto en capital económica de la confederación catalano-aragonesa. Mientras en Cataluña reinaba el pesimismo, las clases pudientes valencianas estaban encantadas de la vida, como revela el humorismo vitalista de Tirant lo Blanc. Algunos nobles valencianos conquistaron la cima de Europa: los papas Borja. Sin embargo, el poder político seguía en Barcelona (aunque Alfonso el Magnánimo prefería vivir en sus posesiones italianas). En aquel momento nacieron los primeros desencuentros, que hoy rebrotan. El siglo XV es el de los grandes clásicos: Ausiàs March, Joanot Martorell, Roís de Corella. Todos valencianos. Joan Roís de Corella es el mejor y más equilibrado exponente de un círculo literario que puso de moda, en los ambientes más exquisitos, un estilo llamado "valenciana prosa", caracterizado por el uso y abuso de las estructuras latinas. Sobre esta fórmula estrictamente literaria se construyó, con el paso de los años, de los resquemores y las rivalidades, el mito de una lengua valenciana distinta de la catalana. La cosa viene, pues, de lejos y atañe al poder. Cualquier referencia a la superioridad catalana (la denominación, por ejemplo, o la referencia a la fusteriana idea de "països catalans", o el mapa del tiempo) refuerza el mito. Especialmente en este momento histórico en el que la Comunidad Valenciana se siente protagonista de un formidable despegue económico.

Los mitos pueden ser falsos (ahí está, sin ir más lejos, la discutible figura de Rafael Casanova), pero funcionan. La lenguas son lo que son, pero son también lo que el hablante cree que son. Un ejemplo. Podría perfectamente decirse, desde un punto de vista filológico, por comparación con las grandes familias del chino, tan dispares, que los hablantes de lenguas románicas, tan próximas, todavía hablamos latín. Otro ejemplo. En comparación con las lenguas de nuestra península, podríamos decir que en Italia se hablan muchas lenguas, pero ellos creen que hablan dialectos de una misma lengua italiana. La filología tiende a amoldarse a los sentimientos. ¿Es posible cambiar la percepción sentimental de la mayoría de los valencianos, que creen hablar una lengua distinta de la catalana aunque puedan conversar con nosotros sin ninguna dificultad? No lo sé. Pero seguro que no va a ser posible mientras la lengua contenga las actuales adherencias ideológico-políticas. ¿Cómo despolitizar la lengua? Empezando por el nombre. ¿Por qué no regresar al concepto llemosí, que en otros tiempos funcionó? Y concediendo mucho: no a la política valenciana, pero sí a la sociedad valenciana. Las tesis de Joan Fuster son interesantes, pero perfectamente discutibles. La Cataluña política y cultural ha apostado por ellas en exclusiva. Mirar el mapa del tiempo ha sido una manera entrañable de bajar por el tobogán. Podemos seguir bajando. Ya falta poco para el estrépito.

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